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MEMORIAS ERRÁTICAS

Granjeros, hippies y demás familia

El final de Nelson fue el principio de nuestras peripecias por las granjas de la isla Sur. Y para aquel recorrido por los bucólicos paisajes de Nueva Zelanda trasladamos nuestro centro de operaciones a Christchurch. Granjas pequeñas y grandes, experimentales y tradicionales fueron apareciendo en nuestro camino.

El final de Nelson fue el principio de nuestras peripecias por las granjas de la isla Sur. Y para aquel recorrido por los bucólicos paisajes de Nueva Zelanda trasladamos nuestro centro de operaciones a Christchurch. Granjas pequeñas y grandes, experimentales y tradicionales fueron apareciendo en nuestro camino.
En la imagen, un tranvía de Christchurch.
En el ecosistema neozelandés, la especie hippie había sobrevivido refugiada en la campiña y había producido personajes notables y extravagantes. Pero el espíritu del granjero kiwi más auténtico se me revelaría en un cartel con el que topamos en los lindes de una finca, y que decía así: The Bible say: forgive the trespasser. Y debajo, en letras más grandes: We shoot the bastards. No era para tomárselo a broma, y prudentemente renunciamos a conocer al genuino habitante del rural de NZ.
 
Habíamos explorado los alrededores de Nelson en busca de algún granjero que quisiera tomar a Jim como ayudante en prácticas, pero ninguno estaba por la labor. El único que no se mostró del todo contrario nos dijo que sólo necesitaba gente para la recolección de la manzana, y ese momento no había llegado aún. Quedamos en volver entonces y nos aseguró, o eso creímos, que nos contrataría. Pero entretanto había que hacer algo, y ese algo se vislumbraba más al Sur, donde teníamos algunos contactos. A principios de abril me despedí, pues, de Nelson con un último paseo en bicicleta por la Tahunanui Road, que aproveché para fotografiar con una cámara que, como la bici, era prestada.
 
Al lado de Nelson, Christchurch parecía una gran ciudad. En realidad, era una urbe de tamaño mediano y aspecto ordenado, con calles tranquilas y edificios discretos. Se decía que había sido modelada a imitación de las británicas Oxford y Cambridge, pero la zona que más semejanzas podía ofrecer con aquéllas era la que rodeaba la antigua sede universitaria, convertida ahora en un centro de arte. La primera fase de nuestra ruta por las granjas comenzaría en la universidad, pero en sus nuevas instalaciones, en las afueras.
 
Cristina Losada, en la zona de fumadores de la casa de Bob.Un profesor andaba metido en el fregado de la agricultura biológica, la cual, junto con la tropical, constituía uno de los intereses de Jim, y fuimos a verle. Bob era un hombre deportivo, cincuentón y amable, y enseguida nos ofreció alojamiento en su casa.
 
Sólo una condición nos impondría: que para fumar saliéramos al jardín. Era llevadera, pues no hacía frío y el jardín resultaba el rincón más agradable de su cottage. Pero nos sorprendió; a Europa todavía no había llegado entonces la campaña contra el tabaco. A ese, y a otros efectos, Nueva Zelanda recibía inspiración del otro lado del Pacífico.
 
En los dominios universitarios de Bob dediqué algunas horas a extraer a mano las malas hierbas de una plantación, pero también a ocupaciones más placenteras. Descubrí que tenían un enorme huerto con manzanos. Comí todas las manzanas que pude y, como no había visto nunca tantas variedades, fui apuntando las que probaba, con sus características: Winston, Summerland, Reinette de Thorn, Tydemans Late Orange, Lundbytorp, Tap 996 (que consigné con varias estrellas), Rolls Janet, Gene Pitney, Noir Strike, Ames, Russet, Egremont y una Camuesa del Llobregat, rosada, dulce y jugosa.
 
A Bob le libraría temporalmente de sus ocupas Annabelle, una estudiante que conocimos haciendo autostop a la salida del College y que nos invitó a visitar la granja de sus padres, situada al oeste de la ciudad. La visión de la finca quitaba la respiración. Presidida al fondo por unas montañas grises envueltas en nubes, se extendía por una inmensidad de terreno llano que abarcaba pastos, bosques y un río, en el que criaban salmones. Las omnipresentes ovejas y unas vacas marrones y negras, de las nobles razas Hereford y Angus, eran los principales habitantes de aquellas hermosas tierras.
 
No tenía malas vistas, la casa de los padres de Annabelle.Los propietarios vivían en una pequeña mansión, que parecía arrancada de un libro de estampas de la campiña inglesa, y en ella se seguían las tradiciones más venerables, como vestirse para la cena. La señora cocinaba ella misma, pero a la hora de sentarse a la mesa aparecía de tiros largos. Nosotros hacíamos lo que podíamos para estar a la altura y comportarnos, en fin, como suponíamos que esperaban de unos europeos, a los que muchos kiwis parecían tener, en su ingenuidad, por más cultos y refinados que ellos.
 
De aquella hacienda señorial pasamos a la granja biodinámica más famosa de la isla, o eso decían. Bob nos había puesto a su propietario como un purista redomado y un auténtico azote de fumadores, que ni siquiera nos permitiría encender un cigarrillo en su presencia. Pero comparado con otros practicantes de la agricultura orgánica que habíamos entrevisto en Christchurch, Ian no parecía creerse en posesión de la verdad. Y es que, en aquella materia, abundaban los dogmáticos. Aunque, eso sí, llevaba su granja siguiendo al pie de la letra las enseñanzas de Rudolf Steiner. En todo caso, nos dejó fumar al aire libre, y sus vacas tenían buen aspecto.
 
Sería más al sur donde encontraríamos a los granjeros orgánicos más flipantes. Eran dos hermanos que vivían en una pequeña casa de madera, se dedicaban a la huerta y la apicultura y se enorgullecían de ser autosuficientes. Todo, incluida la casa, lo habían hecho ellos mismos, y todo cuando consumían procedía de sus tierras, excepto una cosa: el aceite de oliva, que se veían obligados a comprar, aunque eran partidarios del trueque. Habían colocado una vieja bañera en el medio del campo. Ésta se llenaba de agua del pozo, luego se calentaba –prendiéndole fuego a la leña que metían debajo– y acto seguido podía uno disfrutar de un baño caliente a la luz de la luna. No parecía que usaran el procedimiento con frecuencia.
 
La versión cutre de las granjas orgánicas aparecería de la mano de Donald, a quien conocimos en un bar de Christchurch. Sus posesiones, que había heredado de sus padres, se encontraban al norte de la ciudad. Allí vivía con su pareja, Annie, una chica de ascendencia maorí, y el hijo de ésta. Donald trataba de reconvertir una granja tradicional en biológica, lo cual consistía, en su caso, en dejar que la madre naturaleza siguiera su curso, interviniendo lo menos posible. Tenía cerdos y gansos, y quería que se alimentaran de modo natural, a fin de poder venderlos como producto de calidad en el mercado. Los animales andaban mayormente a su aire, entre grandes pilas de neumáticos viejos que pensaba usar para separar unas zonas de otras.
 
Jim y él hicieron buenas migas, y como había sitio en la casa, que estaba tal cual la había heredado, deteriorada y manga por hombro, decidió instalarse allí para colaborar en aquellos planes transformadores.
 
 
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