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MEMORIAS ERRÁTICAS

En las cocinas de Nelson

Habíamos ido a aquella ciudad, en el Norte de la isla Sur, a visitar a Hugo, y enseguida lo encontramos. No había pérdida. En Nelson todo el mundo conocía el restaurante del amigo de Jim, aunque no todo el mundo, según se quejaría luego el chef, se acercara a probar su comida. El negocio estaba en una casita de madera azul, de ahí su nombre: The Bluehouse, con un tejado picudo y los marcos de las ventanas pintados de blanco.

Habíamos ido a aquella ciudad, en el Norte de la isla Sur, a visitar a Hugo, y enseguida lo encontramos. No había pérdida. En Nelson todo el mundo conocía el restaurante del amigo de Jim, aunque no todo el mundo, según se quejaría luego el chef, se acercara a probar su comida. El negocio estaba en una casita de madera azul, de ahí su nombre: The Bluehouse, con un tejado picudo y los marcos de las ventanas pintados de blanco.
La autora fotografió este coche antiguo en una calle de Nelson.
El colorido era habitual en la zona, pero la casita tenía un toque siniestro. Hugo y su mujer, la neozelandesa, vivían encima del restaurante, y allí nos instalaron también a nosotros.
 
Los primeros días, los dos amigos se dedicaron a ponerse al día, y hablaban sin cesar hasta altas horas de la noche. Yo apenas entendía entonces su slang ginebrino, pero les acompañaba en aquellas veladas de charla y bebida. Jane, la mujer, estaba embarazada y no podía participar, pero se vengaba por las mañanas pasando muy temprano una ruidosa aspiradora por las habitaciones. Nos cogió una manía que sólo al cabo del tiempo se iría suavizando. La apacible vida neozelandesa también tenía sus tensiones.
 
Aunque quién lo diría viendo el aspecto y el ritmo de vida de la ciudad. Nelson era una villa de treinta mil habitantes, con un centro cuadriculado, flanqueado por el edificio de correos, en un extremo, y la catedral de cemento, en el otro. Ofrecía, además, un templo masón, varios crematorios, una tienda de ropa interior sexy, un café artístico-punk-mochilero, dos hoteles, billares, un puerto pesquero frecuentado por japoneses, un puerto deportivo, dos cines que no siempre funcionaban, una escuela de música y un periódico local. A las seis de la tarde, hora del cierre de comercios, las calles quedaban desiertas. Los últimos reductos cerraban a las diez. Los fines de semana, como mucho, se organizaba alguna fiesta casera.
 
Cristina Losada, poniéndose tibia en una barbacoa en Nelson.Todo ello le hacía suspirar a Hugo por la vida agitada y noctámbula que había llevado en su ciudad natal. Eso, y la falta de aprecio y comprensión que, según él, mostraban los habitantes del pueblo hacia sus habilidades culinarias. Decía que no había quien los sacara del fish’n chips, a su entender, repugnante. Y contaba que para acercarse al gusto de la gente había alterado su cocina de factura francesa con el fin de hacérsela más comestible.
 
Pero lo cierto era que su restaurante, por aquellas fechas, se llenaba todas las noches. Tanto, que nos ofrecieron trabajar de ayudantes en la cocina, a cambio de techo, comida y cien dólares a la semana. Aceptamos el trato sin dudar.
 
La vida en la cocina no era fácil, pero sí entretenida. Hugo era un chef desordenado y despótico. Si los clientes le hacían llegar que tenían prisa, los mandaba al infierno y seguía su ritmo. Si alguno tenía la osadía de devolver un entrecôte para que se lo pasara un poco más, gritaba que se lo iba a quemar y, en efecto, se lo dejaba como una suela de zapato.
 
No llegaba a escupir en la sopa, como hacían los camareros del hotel parisino en el que trabajó de lavaplatos George Orwell en los años 20, pero no debía de ser por falta de ganas. Decía que para hacer sopa, lo mejor era recurrir al cubo de la basura, a los restos desechados tras limpiar y cortar las verduras, y alguna vez le vi revolviendo en la poubelle. Le indignaba que los platos regresaran con las raciones a medio comer, pero él mismo nunca comía nada de lo que preparaba para los demás. Despreciaba el salmón y la langosta, ambos abundantes en NZ, y con los que confeccionaba muchos platos, y se alimentaba de bocadillos de cualquier cosa, cerveza y café del día anterior.
 
Los dos ginebrinos se pusieron enseguida de acuerdo en su valoración de los kiwis, que era esencialmente negativa. Inútiles, estúpidos, ignorantes y contrarios a la innovación, eran los calificativos que más aparecían cuando se ponían a analizar el carácter de las gentes del país. Al principio los secundé, pero al cabo me parecieron arrogantes e injustos. A mí me gustaba aquel estilo británico y rural del lugar y de sus habitantes. La vida tranquila y ordenada, los cottages con jardín de los alrededores, y la timidez y la franqueza de las gentes. Las diatribas de los dos amigos solían concluir apuntando que no se podía esperar otra cosa de un país donde había más ovejas que habitantes.
 
Junto a la tienda, una colina típica del país, erigida con cascos de cerveza.Seguía habiendo muchas ovejas, pero los agricultores y ganaderos de NZ vivían momentos difíciles. Era el final del proteccionismo y de las subvenciones, y organizaban protestas. En la televisión informaban de ello poniendo como símbolo un par de botas de goma con unas espuelas en forma de mecha; como si el polvorín agrícola estuviera a punto de estallar.
 
Al restaurante venían pequeños agricultores y pescadores ofreciendo sus productos. Unos ofertaban un salmón ahumado que preparaban ellos mismos; otros, frutas exóticas que estaban cultivando de forma experimental y que pensaban que podían utilizarse para hacer postres. Los alrededores de Nelson estaban salpicados de huertas, grandes extensiones de frutales y pastos. Aquí y allá había plantaciones de pinos, que se identificaban con el letrero "Bosque exótico".
 
Del "bosque nativo" quedaban pocas muestras, por culpa, decían, de las pobres ovejas. No lejos de Nelson se encontraba una de las reservas más importantes. Pero aquí y allá, en medio de las verdes colinas y pastos, se podía ver la flora peculiar de las islas, como los cabbage trees y los espectaculares helechos gigantes. La escasez de población tenía una ventaja: las extensiones de tierra sin poblar eran enormes. Entre una granja y otra había un mundo. Por lo menos, tenían espacio libre.
 
Mis amigos no eran los únicos críticos con el modo de vida neozelandés. Los propios de allí se dedicaban con frecuencia a ese deporte. En un número de una popular revista para mujeres, el New Zealanders Woman’s Weekly, leí un largo listado de los defectos del país. La política de inmigración era uno de ellos. Se lamentaban de que se hubiera limitado a gentes de ascendencia británica o europea. Los padres de Jane, por ejemplo, eran holandeses. Y decían que Australia, melting pot de razas diversas, era un país más interesante.
 
En la isla Sur había pocos maoríes. Los jóvenes andaban en la onda rastafari y pasaban las horas alrededor de los pubs, dándole a la cerveza y a una marihuana local que llamaban cabbage, o sea, repollo. Pero la afición a la cerveza era general e incondicional. En un paraje junto a un lago había un camping en el que al lado de las tiendas se formaban pirámides con las botellas vacías. Exhibían con orgullo el consumo realizado en un fin de semana. Los kiwis eran gente acostumbrada a trabajar duro, y a divertirse de la misma manera.
 
 
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