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CRÓNICA NEGRA

Emilio, el de Puerto Hurraco

Puerto Hurraco fue la guerra civil. Dos hermanos, Emilio y Antonio Izquierdo, los Patapelás, de un bando lleno de odio y sediento de venganza, dispararon sus escopetas de repetición contra el enemigo indefenso, los Amadeos; pero también contra los neutrales, sin hacer distinción entre niños, jóvenes y ancianos.

Puerto Hurraco fue la guerra civil. Dos hermanos, Emilio y Antonio Izquierdo, los Patapelás, de un bando lleno de odio y sediento de venganza, dispararon sus escopetas de repetición contra el enemigo indefenso, los Amadeos; pero también contra los neutrales, sin hacer distinción entre niños, jóvenes y ancianos.
Edvard Munch: EL GRITO (detalle).
Hubo nueve muertos y siete heridos de gravedad en esa pequeña localidad de la "Siberia extremeña". Los primeros cadáveres pertenecían a dos chicas de 12 y 14 años. Los muy bestias hicieron memoria histórica para dar y tomar.
 
Abrieron una herida larga y profunda, como sólo puede darse en el carácter del español asilvestrado. Emilio, el patriarca del clan agresor, estaba convencido de que era inocente y no había hecho nada malo. Creía firmemente que la venganza no era un delito sino un derecho, por lo que los jueces le dejarían en libertad; eso, si no le premiaban por haberse quedado por fin tranquilo y hacer que el pueblo sufriera todo lo que él había sufrido.
 
Puerto Hurraco es un símbolo y un motivo para la reflexión. Hay que impedir que se eche tierra encima, ahora que está de moda la apertura selectiva de tumbas. Esta semana Emilio, de 73 años, fue encontrado muerto en su celda de la cárcel de Badajoz, donde cumplía la condena de 345 años de prisión que, para su sorpresa, le echaron los tribunales. Estaba en el módulo de la enfermería, porque, curiosamente, sufría del corazón; lo que demuestra que hasta los peores criminales lo tienen, aunque esté averiado.
 
Camilo José Cela.Un preso culto, que compartió internamiento en la cárcel de Córdoba tanto con Emilio como con su hermano Antonio, el Tuerto (un gallo, de pequeño, le dejó inútil un ojo), nos pasaba información de primera mano a Camilo José Cela –a quien siempre le interesó la España negra de criminales y verdugos, tan fielmente recreada en La familia de Pascual Duarte; por cierto, Pascual era un psicópata desalmado– y a mí. Los Izquierdo eran presos ejemplares que no demostraban sentimiento de culpa; hasta bromistas, aunque siempre con cierta mala follá. Con sus hermanas Luciana y Ángela, que acabaron en un psiquiátrico, hicieron responsable al común de los mortales de la muerte de la madre, que los tenía tan protegidos, y tan sorbido el seso, que los cuatro quedaron solterones, amargados y llenos de odio.
 
No eran gente dialogante. Nacieron en Benquerencia, de familia de labradores. En Puerto Hurraco jamás llegaron a integrarse. La rabia les viene del padre Patapelá, que tropezó con el abuelo de los Amadeos por un asunto de lindes; ya saben: los límites de la finca, motivo tradicional por el que se ha vertido tanta sangre en el medio rural.
 
Más tarde, a la incomprensión entre las dos familias se unió el desgarro de unos amores desgraciados, el desprecio y un rencor sordo, que fue creciendo hasta desbordar la casa de los Izquierdo, reducida a cenizas como consecuencia de un muy extraño incendio. La madre-patrona feneció en un fuego purificador; no así el ansia de venganza, que siguió creciendo durante seis años.
 
Los Izquierdo se trasladaron a la villa vecina de Monterrubio, donde vivían aparentemente apaciguados. Hasta la noche aciaga en que Emilio y Antonio, simpáticos y desenvueltos en sus celdas, según el sensible corresponsal que compartimos el Nobel, tan cojonudo él, y este seguro servidor, informaron a las hermanas locas de que se iban a "cazar tórtolas", lo cual era como un mensaje cifrado de que había llegado el día del juicio final. El domingo del apocalipsis.
 
Emilio, que no necesitaba sino de una mirada para que Antonio le obedeciera, tenía un mal en las manos que le hacía sufrir en invierno. Como cualquier gran asesino que se precie, esperó la situación más favorable. Fue el 26 de agosto de 1990, pasadas las diez de la noche, cuando el frío no podía agarrotar sus dedos, que cabalgaron sueltos y mortíferos. Hizo una seña y cargaron las escopetas.
 
Tiraron primero sobre las niñas, aunque les daba igual la edad o el sexo. Se trataba de que todos pagaran su retorcida forma de vivir: solitarios, apartados, con el rencor instalado permanentemente en sus cabezas.
 
Las hermanas se ocupaban de que nunca se detuviera la espiral de violencia. Había sed de venganza desde el tazón del desayuno hasta la almohada, en una casa de mujeres que se habían quedado para vestir santos y de hombres sometidos a largos periodos de castidad, o incluso célibes, que no buscaban otro desahogo que el recuerdo de la llama asfixiando, quemando a la madre que los parió.
 
No sólo hay que abrir las tumbas del recuerdo, sino pensar en los heridos graves, que quedaron inválidos, atados a las sillas de ruedas, tullidos, destrozados por el atronador impacto de las postas. Los cartuchos de perdigones de plomo que horadaron cráneos, reventaron hombros, estropearon espinas dorsales, dibujaron un recuerdo medroso en Puerto Hurraco. Allí, algunos, con la conocida actitud negativa de ocultar la verdad molesta, se rebelaron ante la posibilidad de que el cineasta Carlos Saura, siempre tan críptico, llegara a rodar una película inspirada en estos hechos en las mismas calles en que sucedieron.
 
Sin embargo, no hay derecho al olvido. O mejor: el olvido sería un error. El recuerdo debe prevenir hasta pinchar los globos de odio que crecen en las pequeñas comunidades, donde el crimen se fragua de una a otra generación, mientras la de en medio borra la evidencia o tergiversa lo ocurrido.
 
Sólo el conocimiento nos puede poner a salvo. Sobre lo que de verdad sucedió en Puerto Hurraco, no hay muchos que quieran conocer los detalles ni aprender de ello. De todas formas, ha muerto Emilio. Uno menos para empuñar la escopeta.
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