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NUEVO LIBRO DEL DIRECTOR DE LA LINTERNA

El talón de Aquiles

La mitología griega nos ha transmitido la sorprendente historia de un guerrero que se llamaba Aquiles. Invencible en el combate, admirado por los hombres y deseado por las mujeres, Aquiles sólo tenía un punto vulnerable, su talón. Nadie podía causarle la muerte, y así había quedado de manifiesto en multitud de enfrentamientos personales. Nadie salvo el que, sabedor de su secreto, consiguiera dañar su talón. Este rasgo de nacimiento, al fin y a la postre, acabó determinando su muerte, causada por una herida en esa parte concreta de su anatomía.

La mitología griega nos ha transmitido la sorprendente historia de un guerrero que se llamaba Aquiles. Invencible en el combate, admirado por los hombres y deseado por las mujeres, Aquiles sólo tenía un punto vulnerable, su talón. Nadie podía causarle la muerte, y así había quedado de manifiesto en multitud de enfrentamientos personales. Nadie salvo el que, sabedor de su secreto, consiguiera dañar su talón. Este rasgo de nacimiento, al fin y a la postre, acabó determinando su muerte, causada por una herida en esa parte concreta de su anatomía.
Detalle de la portada de EL TALÓN DE AQUILES.
Desde hace casi un cuarto de siglo me he dedicado a la investigación histórica en áreas diversas. Una de las lecciones derivadas de ese trabajo (que se ha manifestado con el paso de los años) es que el factor humano resulta esencial para comprender la Historia.
 
Por supuesto, soy consciente de que otros autores consideran más relevante el precio de los garbanzos durante el gobierno de Espartero o lo que podían escribir ateneístas a los que nadie leía. Es una postura respetable, pero radicalmente errónea. No sólo eso. Distorsiona gravemente el estudio de la Historia hasta convertirlo en algo muy distante de la realidad.
 
El peso de las individualidades ha sido –siempre lo será– decisivo. Fue un individuo llamado Miguel Ángel el que pintó genialmente la Capilla Sixtina, no una masa popular en tensión con la burguesía. Fue un individuo llamado Lenin el que creó un sistema represivo sin antecedentes en la Historia universal, no el campesinado ruso hambriento de tierras, campesinado, por cierto, especialmente castigado por el régimen soviético. Fue un individuo llamado Cervantes el que escribió una novela extraordinaria sobre un hidalgo manchego, no la nobleza en pugna o colaboración con la Inquisición española. Todo esto es tan obvio como que el sol sale por las mañanas, pero las anteojeras ideológicas y la dictadura de lo políticamente correcto se empeñan en no verlo. Allá ellos.
 
Y es que, de la misma manera que los individuos han marcado la Historia, no es menos cierto que no han sido pocos los personajes que han padecido también un talón de Aquiles. Ese talón de Aquiles abrió camino al sufrimiento e incluso al terrible fracaso. Propio y ajeno, todo hay que decirlo. En virtud de ese talón de Aquiles, seres dotado de talento, conquistadores del éxito o compañeros de la fortuna se vieron impedidos de alcanzar sus metas finales, o lo consiguieron a un coste verdaderamente dañino y perverso.
 
Desde la esterilidad de María Tudor al desprecio por el ser humano de Lenin; desde la admiración por los grandes de Pedro III al nacionalismo de Hitler; desde la ludopatía de Dostoievski al alcoholismo de Edgar Allan Poe, desde la homosexualidad de Oscar Wilde a la enfermedad mental de Juana la Loca, la existencia de un talón de Aquiles –de varios– arroja su sombra sobre la Historia del género humano.
 
[...]
 

 
Ya han llegado ustedes al final de este recorrido. Creo que habrán podido percatarse de una realidad obvia, la de que hasta los seres más dotados de talento, de inteligencia, de poder también tienen su talón de Aquiles. Personalmente, estoy convencido de que resulta algo propio de la condición humana. No sólo eso. Creo que ese examen nos transporta a un principio ya contemplado en la Biblia, aquel que afirma que somos una especie caída como consecuencia del mal.
 
No se trata de que el género humano no pueda realizar cosas hermosas. Las muestras abundan, y en no pocas ocasiones han llegado al grado de lo sublime. Sin embargo, nuestra tendencia al mal –individual y colectiva– es innegable. No sólo es innegable, es que tiene consecuencias obvias.
 
Es precisamente esa circunstancia la que explica, por ejemplo, que determinados sistemas políticos hayan fracaso o, por el contrario, hayan obtenido el éxito, por más que éste –como todo lo humano– resulte limitado y no exento de fracasos. Es triste reconocerlo, pero las cosmovisiones utópicas y optimistas siempre han terminado en terribles matanzas. Es el caso innegable del socialismo y de los nacionalismos. Lo es también de la masonería. Convencidos de que las masas –entendidas como tales las que siguen las consignas de izquierdas– o las naciones –reales o supuestas– tienen algo incomparablemente bueno en su interior, estas visiones ideológicas han terminado produciendo experimentos extraordinariamente cruentos, como los impulsados por Lenin, Stalin, Mao o Hitler.
 
Al fin y a la postre, ni las masas ni las naciones se comportaban según ese patrón de lo bueno y acababan siendo objeto de castigos ejemplares por negarse a actuar de acuerdo con su supuesta esencia. El Gulag, Auschwitz, la guillotina durante el Terror de la Revolución Francesa, los campos de concentración de Castro, las acciones de Pol Pot o la revolución cultural de Mao son sólo episodios que demuestran cómo el optimismo antropológico y la utopía han causado más muertes y sufrimiento que cualquier otra cosmovisión.
 
Sin embargo, existe otra manera de abordar la existencia del talón de Aquiles desde una perspectiva política. Es la forma en que lo hicieron los puritanos o los padres fundadores de Estados Unidos. Para ellos resultaba obvio que, partiendo de las enseñanzas de la Biblia, el hombre está inclinado hacia el mal. Tiene también inclinaciones buenas y puede realizar acciones hermosas, pero ninguna de esas circunstancias puede ocultar la realidad que descubrimos con sólo mirar a nuestro alrededor.
 
Precisamente por ello, para protegernos de nosotros mismos, el poder político debía estar dividido, asentarse en sólidos principios morales y contar con una justicia independiente. Un poder así podía incurrir (de hecho, incurre) en abusos, pero el hecho de que no sea absoluto y total permite la configuración de mecanismos de control y castigo. La independencia de los jueces faculta además a la sociedad para someter al imperio de la ley a los transgresores, aunque sean hombres poderosos o políticos influyentes.
 
Finalmente, la existencia de fuertes cimientos morales evita que la sociedad acabe aceptando como bueno y ético lo que sólo es fruto de una mayoría electoral o de un pacto político y puede llevarla a su propia disolución. Como se suele recordar frecuentemente, y es lógico que así sea, Hitler llegó al poder a través de las urnas.
 
Y es que, como supieron ver los trágicos griegos, existen leyes trascendentales que están por encima de las leyes humanas. Seguramente todo esto explica que Estados Unidos sea una de las pocas naciones en las que nunca ha habido una dictadura comunista o fascista. En cualquier caso, muestra que para enfrentarnos con nuestros problemas la solución no es nunca negarlos, sino afrontarlos de manera resuelta y sincera, y procurar darles una solución efectiva y realista.
 
Un Estado que apelando a supuestas utopías y futuros ideales pretende controlar toda la vida, desde el ocio a la enseñanza, desde el trabajo a la cultura, desde la educación a la lengua, desde los medios a la economía, en un Estado despótico que acabará tiranizando a sus administrados y que, tarde o temprano, intentará perpetuarse mediante el derramamiento de sangre. La mejor respuesta frente a él es una sociedad formada por ciudadanos que asuman valores de libertad, de autonomía individual, de defensa de esferas de libertad en áreas como la educación, la familia y la conciencia.
 
Sin embargo, las conclusiones derivadas de la existencia del talón de Aquiles en personas de enorme relevancia a lo largo de la Historia no deben ser única y exclusivamente políticas. Tienen que llevarnos a reflexionar sobre las limitaciones que, como seres humanos, penden sobre nosotros. El hecho de que un literato ilustre no pueda vencer el alcohol, de que una mujer no consiga perpetuarse en el trono por la esterilidad, de que el nacionalismo ciegue a un pequeño burgués o de que la utopía socialista o nacionalista hunda una democracia nos muestra –deseemos o no verlo– que la solución a nuestros problemas y el análisis correcto de los mismos se hallan más allá de la mera condición humana.
 
Tenemos el derecho, por citar a un clásico, a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Cualquier otro derecho es inferior a los ya enunciados. Sin embargo, como afirmó el autor hebreo que escribió el Eclesiastés, todo lo que hay debajo del sol es, en mayor o menor medida, vanidad. Incluso vanidad de vanidades. Así resulta, salvo que lo reconozcamos y encontremos las respuestas situadas por encima del sol, aquellas a las que apunta el mismo Eclesiastés, aquellas que, por ejemplo, salvaron a Dostoievski de su talón de Aquiles. De no ser así, nuestra vida no sólo puede quedar malograda por nuestros respectivos talones de Aquiles. Además carecerá de sentido.
 
 
Este texto ha sido conformado con un fragmento de la introducción y con la conclusión de EL TALÓN DE AQUILES, el más reciente libro de CÉSAR VIDAL, que acaba de publicar la editorial Martínez Roca.
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