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MEMORIAS ERRÁTICAS

El Rivoli y el árbol de la libertad

El Rivoli estaba en el bajo de una casa cubierta de buganvillas y era un bar a la europea, con su barra, sus mesitas y una penumbra para descansar de la luz cegadora de Niamey. En ella debían de encontrarse los intermediarios que necesitábamos para la venta de los coches. Tan en la penumbra, que no fue fácil dar con uno.

El Rivoli estaba en el bajo de una casa cubierta de buganvillas y era un bar a la europea, con su barra, sus mesitas y una penumbra para descansar de la luz cegadora de Niamey. En ella debían de encontrarse los intermediarios que necesitábamos para la venta de los coches. Tan en la penumbra, que no fue fácil dar con uno.
Un dromedario muy contento de haberse conocido.
Al fin, después de varias visitas y algunos pastis, que bebía por haberme dicho alguien que prevenía las enfermedades del trópico, conocimos a Issufu, un joven delgado y vivaracho que dijo que sí, que tenía un comprador para trastos como los nuestros.
 
Le enseñamos los coches y le parecieron bien, pero el precio, ah, el precio. Pedíamos, por indicación de algunos veteranos en el asunto, un millón de cefas por cada coche. Le decíamos que no queríamos regatear, que ese era un buen precio, el último. Pero cada una de las conversaciones que manteníamos con nuestro contacto acababa, por su parte, de la misma forma; con un meneo de cabeza y la frase "Ça, ç’est trop".
 
Con la negociación en tablas, fuimos en busca de un taller. Todos se hallaban, nos dijeron, en torno a la plaza del Árbol de la Libertad. Las calles por allí eran de tierra rojiza, y a ambos lados lucían neumáticos apilados y colgados de las ramas de los árboles. En un cruce había una pequeña rotonda, y en medio de la tierra agrietada que la cubría se alzaba el seco esqueleto de un arbolillo. Aquel era el árbol de la libertad, plantado en honor de uno de los símbolos de la Revolución Francesa. No le había durado mucho la lozanía.
 
Guiados por el instinto que habíamos desarrollado para los mecánicos, acudimos a un hombre joven que nos dio buena impresión. Su taller consistía en un cobertizo y una extensión de tierra. Su hijo pequeño se asustó al ver a unos blancos y se escondió tras él. Andaba también por allí el abuelo, quien nos contó, a través de su hijo, que lo traducía al francés, que era un tuareg. Cuando le preguntamos si de Argelia o de Níger, nos contestó orgulloso que los tuaregs no eran de ningún país, sino "hombres libres".
 
Niamey.La suspensión del azul estaba rota, como habíamos sospechado, pero, a falta de piezas de repuesto, nada se podía hacer. Otros retoques, en cambio, eran factibles.
 
Entre las visitas al taller y al Rivoli pasaban los días. Niamey nos resultaba cargante, pero había que estar al pie del cañón, y sólo salimos de la ciudad una vez, con un holandés que se dedicaba a la apertura de pozos por cuenta de una organización europea.
 
Nos llevó a un pueblo donde había un mercado, según él, digno de verse. Vendían ollas, platos y utensilios domésticos baratos de fabricación china; alguna ropa, las sandalias de plástico que todo el mundo llevaba y ropa, joyas y amuletos de los tuaregs. También había ganado. El dueño de unos dromedarios, que comían las hojas de unos ya ralos arbustos, nos ofreció un paseo a lomos de un animal. Tras ver la cara de malas pulgas del camello, decliné la oferta. Pero Jan aceptó e hizo el ridículo correspondiente.
 
Tampoco me atreví a comer unas bolas de cereal fermentado, de intenso olor, que vendían las mujeres. En Niamey tratábamos de cocinar nosotros, aunque el mercado no ofrecía muchos alicientes. Las verduras no abundaban, y la carne colgaba al aire y se llenaba de moscas. Nuestros esfuerzos culinarios no encontraban buena recepción en Mark, el americano en cuya casa esquateábamos, que parecía alimentarse solo de corn-flakes y baked beans en lata. Eso era todo cuanto tenía en su cocina.
 
Las relaciones con Mark se enrarecían. Y nuestro Issufu no acababa de concretar su oferta. El comprador al que decía representar no aparecía nunca. Demain, prometía siempre, tras dar una u otra excusa. Empezamos a barruntar que nos estaba tomando el pelo y que no existía comprador alguno. Patrick, un francés que encontramos en el vestíbulo del Hilton y era veterano de la venta de coches, coincidió en que eso era lo más probable. Un buen día Issufu dejó de aparecer por el Rivoli y perdimos toda esperanza en aquel arreglo.
 
Un tramo del Níger.En un cruce de carreteras de Niamey, cerca de un bar que se llamaba Dominó, había un indicador, toscamente escrito a mano, que decía: "Ouagadougou". Era la capital de Burkina Faso, el antiguo Alto Volta. Por allí enfilaban muchos camiones, y la señal era un símbolo de la salida del estancamiento. Pensábamos que podríamos embarcarnos en alguno de aquellos camiones, o en alguno que fuera hacia otro país. Pero ahora había que volver a empezar desde el principio.
 
Una mañana Patrick llegó para advertirnos de que había movimiento de tropas por la capital. Tal vez se cocía un intento de golpe. Él ya había hecho su negocio, y con el dinero bien escondido, por si lo registraban, pensaba largarse en el primer avión disponible. Salimos él y yo a comprobar qué sucedía en la calle, pero salvo una mayor vigilancia no percibimos nada especial y nos fuimos al Níger, al río.
 
Había por allí unas barquichuelas y convencimos a un chaval para que nos diera una vuelta por el río a cambio de algún dinero. Subimos y empezó a remar, pero cada poco se paraba y nos preguntaba: "Içi, là-bas?" A nosotros nos daba la risa y le señalábamos cualquier dirección. Unos niños, al vernos, se echaron al agua y se acercaron a nado a la barca. Sus cabecitas negras asomando en medio de las aguas achocolatadas también nos hicieron gracia. Ellos, a su vez, se reían de nuestras risas.
 
Esa navegación por el río iba a ser el último momento simpático de las semanas venideras. Jan no había salido con nosotros porque no se encontraba bien. Cuando regresamos estaba peor. Tenía fiebre, y bien alta. Patrick, que conocía los síntomas de la malaria porque la padecía, aconsejó el ingreso inmediato en un hospital. Habíamos tomado la medicación para evitarlo, pero no existía ninguna protección total contra el paludismo.
 
En Niamey había un hospital privado francés. Por suerte, Jan tenía un seguro para esas eventualidades y podía permitírselo. Y allí fuimos. Diagnosticaron malaria y le empezaron a medicar. Pero advirtieron que la temperatura no bajaría fácilmente.
 
Todo sucedía como suceden estas cosas, a la vez y de repente. Patrick se iba, y yo me quedaba sola con Jan en un estado de delirio febril, y dos coches que vender y sin comprador en perspectiva. No tenía ni idea de cómo iba a resolver aquello, pero tampoco le di muchas vueltas. De momento, había que salir del atolladero. Con unas pocas cosas, me mudé al hospital.
 
 
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