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AZAÑA, UNA BIOGRAFÍA

El resentido atormentado

Esta biografía se publicó en 1998, habiendo tenido una edición anterior, revisada luego, en 1989. Desde entonces se han aclarado algunas cuestiones confusas acerca de la acción política de Manuel Azaña.

Esta biografía se publicó en 1998, habiendo tenido una edición anterior, revisada luego, en 1989. Desde entonces se han aclarado algunas cuestiones confusas acerca de la acción política de Manuel Azaña.
Manuel Azaña.
Efectivamente, como se le acusó en 1934, en octubre de 1932 Azaña estuvo implicado en un intento de suministrar armas a un grupo de revolucionarios portugueses que aspiraban, o eso decían, a instalar un régimen "amigo" en el país vecino. Azaña justificó aquella voluntad de intromisión en la política de un país soberano en nombre de la democracia y los intereses de la República. El ensayo revela un amateurismo notable, como muchas cosas en Azaña, y una voluntad de injerencia que, con toda probabilidad, los progresistas encontrarán justificable por ser quien era su promotor.
 
Se ha aclarado aún más el papel de Azaña en los días posteriores a las elecciones de 1933. En su espléndido estudio Los orígenes de la Guerra Civil Española, Pío Moa ha subrayado que Azaña, como ya se tenía noticia a través de otros documentos, quiso que el jefe del Estado, Alcalá-Zamora, suspendiera la reunión de las Cortes recién elegidas, constituyera un gabinete con los partidos de izquierda y organizara otra consulta electoral. Era la propuesta, dice Pío Moa con razón, de "un golpe de Estado en regla".
 
Azaña, siguiendo el reflejo clásico de la izquierda progresista española, no reconocía a la derecha legitimidad ninguna para gobernar en democracia. Más aún, la República, según Azaña, sólo podía ser gobernada por los republicanos. Resultaba inconcebible que la derecha llegara al poder. Conocemos el resultado de este designio al que se sometieron las instituciones, por llamarlas de alguna manera, de la Segunda República. También hay que intentar imaginar cómo Azaña pensaba gobernar "en republicano" con las Cortes cerradas por decreto presidencial y luego ganar unas elecciones habiendo censurado el resultado de las que habían dado por resultado una estrepitosa derrota de la izquierda, en particular de su propio partido…
 
Aparece aquí otro rasgo fundamental del personaje, que es la frivolidad. Esa misma frivolidad caracteriza su posición a primeros de octubre de 1934, cuando se queda en Barcelona tras el entierro de Carner, ministro de Hacienda con él y uno de los escasos personajes que no trata en tono despectivo en las Memorias. Eran los días previos al intento de revolución socialista y a la proclamación del Estado catalán en Barcelona. Los estudios posteriores a la edición de 1998 de esta biografía confirman lo que aquí se dice. Que Azaña, sin adherirse a lo que le parecía una estupidez y, además, la quiebra de cualquier consenso constitucional por parte de la izquierda, no se quedó del todo en vano en Barcelona. Tal vez podía aprovechar lo que se ha llamado un "pronunciamiento pacífico".
 
¿Qué será eso de un "pronunciamiento pacífico"? ¿Se puede violentar las instituciones sin recurrir a la fuerza? ¿Qué valor tienen entonces las instituciones democráticas? ¿Y a quién o a qué recurren quienes se sienten amparados, en su vida y su libertad, por esas mismas instituciones violentadas "pacíficamente"? El caso es que aquel "pronunciamiento pacífico", al que Azaña tan ambiguamente no prestó nunca su apoyo, arruinó cualquier credibilidad democrática que le quedara a la izquierda española en los años treinta y socavó, en consecuencia, los fundamentos mismos del régimen republicano. También provocó la muerte de unas cincuenta personas en Barcelona.
 
La inconsistencia de la posición de Azaña en aquellos momentos aclara el alcance de su voluntad de participar y encabezar el Frente Popular. A él le gustaba hablar del Frente Popular como de una "coalición electoral". No era sólo eso. Azaña, que no podía dejar de saber la naturaleza revolucionaria de la sublevación socialista del año 34, se alió con el PSOE en un proyecto sobre cuya voluntad antiliberal y antidemocrática tampoco albergaba la menor duda.
 
Los estudios más recientes sobre las víctimas y la represión de la Guerra Civil, en particular la ejercida en el Madrid republicano, han precisado la atrocidad de la violencia desatada por los "defensores de la legalidad republicana". Confirman todas y cada una de las observaciones que Azaña dejó anotadas en sus cuadernos de Memorias, en los llamados Apuntes de memoria y en La velada en Benicarló.
 
Está claro que Azaña dio por terminada la Segunda República al derrumbarse el Estado tras la sublevación del 18 de julio. Entonces llegó aquella extraña revolución que no quería tomar el poder y se desvaneció cualquier asomo de legalidad. Azaña mismo, presidente de una revolución que había hecho suya sabiendo que no lo era, se sabía acosado, maniatado y censurado. No albergaba duda alguna acerca de la suerte que le tocaría correr a él mismo si ganaban "los suyos". Como mínimo, el exilio.
 
Así que huyó de Madrid a Cataluña en vez de a Valencia, donde ejercía el gobierno, que también había huido del Madrid asediado. Azaña ni siquiera se instaló en Barcelona. Lo hizo en la abadía de Montserrat. Quien se había puesto al frente de los "batallones populares" para guiarlos en el camino de la libertad y el progreso se preparaba con cuidado la vía de salida. Se fiaba tan poco de sus correligionarios como de los adversarios, aquellos que había hecho todo lo posible por convertir en enemigos. Aquella tragedia era, en muy buena parte, obra suya y Azaña, a diferencia de muchos de sus seguidores, lo sabía bien.
 
Más aún, se había propuesto expiar su responsabilidad. Probablemente por eso, descontada la cobardía, no dimitió de la Presidencia de una República en la que ya no creía, como no creyó nunca en el Frente Popular. Sabía el papel que estaba jugando, que era prestar legitimidad a una causa que consideraba derrotada y peor aún, perdida ante la Historia. Pero es que antes había puesto todo su empeño en convertirse en el rostro de un régimen que se propuso desde el primer momento, desde el mismo 14 de abril de 1931, eliminar a una parte de España de la vida pública.
 
En pura lógica, aquel régimen desembocó en una guerra civil y acabada esta en otro régimen que debía ser radical, represivo y duradero, fuera cual fuera el desenlace del conflicto. Después de la experiencia de la Segunda República y la guerra civil –un bloque, como dijo Clemenceau de la Revolución Francesa–, no quedaba otra alternativa.
 
A Azaña le atormentaba, mucho antes de la guerra civil, una culpabilidad avasalladora. Se especializó en proyectarla sobre los demás y sobre la realidad que le rodeaba, sin llegar a anularla nunca. La inteligencia –la inteligencia republicana– quedó así convertida en resentimiento, un resentimiento contra todo o contra nada, incapaz de ser satisfecho. Azaña hizo de esa tensión, jamás resuelta, entre la voluntad de exoneración y la seguridad íntima de ser el protagonista de algo inconfesable, la raíz de su literatura y de su posición política. La aplica a los agustinos del Escorial en El jardín de los frailes, pulverizados en una pura parodia. También al liberalismo español –y a la figura de su padre– en la novela inacabada Fresdeval. A la historia entera de España y sus tradiciones, sobre las cuales "ninguna obra podemos fundar". A sus colaboradores en el proyecto de rectificación que fue la Segunda República y, una vez desplomado el nuevo régimen, a las ruinas que aquella "empresa de demoliciones" había dejado en el camino.
 
Un proyecto parecido se ha puesto en marcha desde 2004, con la legislatura socialista. El presidente del Gobierno español vuelve a querer hacer borrón y cuenta nueva de la historia de España. Como Azaña, aunque sin su talento literario, alucina la fundación de una España inédita y se permite soñar, en democracia, con el arrinconamiento definitivo de sus adversarios políticos, a los que, según el, la democracia española nada debe. Será una nueva versión de otros "pronunciamientos pacíficos".
 
Las referencias a la Segunda República (...) han abundado cada vez más en estos últimos años. Salen a relucir banderas y retratos, algunas invocaciones, ciertas frases y eslóganes escogidos. No todas, ni mucho menos. Hay medio-biografías de Azaña que se han quedado sin completar, por lo que se ve para siempre. Es curioso que los progresistas demuestren tan poco interés por biografiar en serio a sus héroes. Bien es cierto que el caso Azaña resulta particularmente peligroso. Pocas críticas más duras se habrán formulado de la Segunda República y del proceso revolucionario y criminal que se puso en marcha en 1936.
 
No es sólo un análisis claro y contundente, como cuando Azaña se declara "absolutamente incompatible" con un documento en que "se habla de republicanos españoles, catalanes y vascos". Hay más. Azaña nunca dejó de hablar, con nombres y apellidos, de los llamados "defensores de la legalidad republicana". El "gordo", el "corchotaponero", el "piafante", "Napoleonchu" y el "yerno del cochero" son algunos de los motes que le merecen los más eminentes miembros de aquella elite que iba a salvar la libertad en España.
 
El progresismo español, que prefiere ignorar estos accidentes, construye un altar a un santo (laico, obvio es decirlo) cuya santidad jamás habría sido reconocida por el propio beatificado. En el fondo, los que se salvan a sí mismos son los propios progresistas. Más felices que Azaña, carecen de su mala conciencia y se reconcilian a su costa con un pasado falsificado. Se ve que estos neorrepublicanos no siguen el consejo de su mentor:
Si hemos de pasar como españoles de muerte a vida –recomendó Azaña–, si nuestro país no ha de ser un pudridero donde la víctima y el verdugo se corrompan juntos, si ha de lograrse una transfiguración del espíritu nacional (…) será volviéndose de cara a la realidad del sentir español (…), quemando no solamente las bambalinas y los bastidores, sino la letra y la solfa de las representaciones caducadas.
Hay quien dice que esa actitud es nueva, propia de estos últimos años del nuevo socialismo radicalizado en torno al 2002. Es posible, pero el sectarismo estaba ahí mucho antes. Los progresistas españoles no han aceptado jamás ninguna versión de los hechos, en particular de la Segunda República y la guerra civil, que no fuera la suya, aquella que los deja limpios de cualquier responsabilidad. Mi primer libro sobre Azaña, que estudiaba la evolución de su pensamiento hasta 1930, fue bien acogido. No planteaba, obviamente, ningún problema. La primera versión de esta biografía fue acogida ya con silencio. La segunda, así como los estudios previos, ni siquiera aparece en algunas bibliografías presuntamente académicas o universitarias. Lo mismo ocurre con otros trabajos, míos también y de otros muchos. Ese es y ha sido siempre el auténtico rostro de la tolerancia y la fidelidad a la verdad de que hacen gala los progresistas en España. La historia de este libro es también la biografía de ese otro resentimiento inagotable. Sus obras conforman hoy el paisaje vital y político de los españoles.
 
El resultado, en cuanto al pasado, es paradójico y un poco grotesco. No se puede hablar de ciertas cosas, porque sólo los progresistas tienen la legitimidad para hacerlo, pero como los progresistas no lo van a hacer, porque si se ponen a trabajar se enfrentarán a una verdad que no quieren ver, buena parte de los abuelos de los progresistas se quedan en el limbo de los intocables. Por ejemplo, está prohibido hablar de la posible homosexualidad de Azaña… excepto desde postulados progresistas. O bien es un asunto irrelevante (pero en una biografía nada lo es: vuelven aquí los prejuicios contra la homosexualidad vigentes en la izquierda hasta hace bien poco), o bien se convierte al personaje en protomártir del Orgullo gay… Mejor dejarlo aquí.
 
No era esa la actitud de algunos españoles que nos dejamos fascinar, hace años, por la figura de Azaña. Compartí esa atracción con personas como Federico Jiménez Losantos y José María Aznar, aunque hablo única y exclusivamente, como es natural, de mi propia experiencia. A mí me atrajo en primer lugar la prosa de Azaña, tan clásica y al tiempo tan castiza, tan profundamente española, encerrada en los cuatro gruesos volúmenes que destacaban por su cubierta morada en la biblioteca del estudio de mi padre, que se los hizo traer de México a finales de los años sesenta.
 
También fue un desafío comprender de verdad lo que se estaba diciendo en aquel español nuevo para mí. Había, era obvio, algo oscuro y profundamente contradictorio en lo que allí se estaba expresando. Desentrañarlo no fue tarea fácil. La prosa de Azaña, como la de los grandes escritores autobiográficos, esconde aquello a lo que apunta. En su caso, da forma a una violencia inaudita, siempre dirigida contra un objeto espléndidamente adornado, para mejor disimular el íntimo alivio con que el autor recibe la brutalidad con la que le rebota el improperio.
 
Al final, una vez apurado el esfuerzo de comprensión de la auténtica realidad que toda aquella escenografía ocultaba y desvelaba a la vez, quedó el patriotismo de Azaña, la evocación de una España por encima de cualquier régimen y fundada en la voz de los muertos, los muertos por España, que imploran "paz, piedad y perdón" de sus compatriotas empeñados en continuar la carnicería.
 
La posibilidad de un patriotismo liberal, racionalizado y al tiempo enraizado en una vivencia histórica, inmediata y sentimental de la identidad nacional fue lo que nunca dejó de atraerme de Azaña. Hoy, después de muchos años sin volver a tratar la figura, y a pesar de que los estudios más recientes han ennegrecido aún más el personaje, esa emoción sigue ejerciendo su seducción. Es posible que surja sólo de un fabuloso dominio de los medios expresivos. También lo es que allí se expresara algo más.
 
El caso es que nosotros nos acercamos, con curiosidad, con interés, con respeto e incluso con devoción, a la obra y a la figura de Azaña. Pronto, en cuanto aparecieron las contradicciones del personaje y de su legado, llegaron las descalificaciones personales, los insultos, el silencio. Ni una sola vez ha habido un intento de diálogo, una aproximación amistosa o movida por la simple curiosidad. Los progresistas, ya lo sabemos, no se resignan a perder el monopolio de la historia y aspiran a promulgar la ley del silencio.
 
No ha sido así, gracias a Dios. Sin duda que Azaña no es ni representa aquello que yo creí en un momento dado. Pero ni su prosa, ni su obra memorialística, ni sus discursos ni su significado en la historia de mi país van a depender de lo que digan de él unos progresistas empeñados en falsificar y en mentir. No hay monopolios sobre la historia de España. Tampoco sobre la vida y la obra de don Manuel.
 
 
NOTA: Este texto es una versión editada del epílogo de la nueva edición de AZAÑA, UNA BIOGRAFÍA, que acaba de publicar la editorial Libros Libres.
 
Pinche aquí para acceder a la web de JOSÉ MARÍA MARCO.
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