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LATINOAMERICANOS EN PARÍS

El realismo mágico

Hace algo así como medio siglo yo me había sacado de la manga una teoría literaria que oponía novelistas y novelas de ciudad a novelistas y novelas campesinas. Hablé una vez de eso con mi difunto hermano Paco, e irónico me espetó: "¿Y qué haces con Faulkner?". Tenía razón, claro, aunque lo que yo expresaba no era una teoría dogmática, sino una afición, una preferencia, que tenía sus excepciones y sus contradicciones.

Hace algo así como medio siglo yo me había sacado de la manga una teoría literaria que oponía novelistas y novelas de ciudad a novelistas y novelas campesinas. Hablé una vez de eso con mi difunto hermano Paco, e irónico me espetó: "¿Y qué haces con Faulkner?". Tenía razón, claro, aunque lo que yo expresaba no era una teoría dogmática, sino una afición, una preferencia, que tenía sus excepciones y sus contradicciones.
Cuando, a principios de los años sesenta, participábamos en esas tertulias literarias radiofónicas de la RTF que se grababan en un estudio de la elegante calle François 1er, Jorge Edwards, Mario Vargas Llosa y yo solíamos ir después a tomar juntos un café –o lo que fuera– y hablábamos de cosas que en el recuerdo me parecen más interesantes que lo que soltábamos por el micrófono. Y una vez que les reiteré mi teoría, Jorge me respondió: "Precisamente por eso he titulado uno de mis libros de cuentos Gentes de ciudad". Mario estaba escribiendo La ciudad y los perros, más tarde Conversación en La Catedral, novelas desde luego ciudadanas, pero también escribió La Casa Verde, que no entra en esa categoría, y que considero una obra maestra, muy superior a Cien años de soledad, que me regaló mi hermana Maribel afirmándome que era genial. Me aburrió tanto que tuve inmensas dificultades para terminarla, y no estoy seguro, a estas alturas, de no haberme saltado varios capítulos.

Todo el mundo sabe que Gabriel García Márquez ha recibido el premio Nobel, en buena medida, debido a Cien años de soledad, mientras que Vargas Llosa no lo ha recibido, pese a que escriba mejores novelas y dé mejores puñetazos.

Mucho peor que Gabo García, Miguel Ángel Asturias, también Nobel, es un autor que me resulta ilegible, con su verborrea indigenista, su estilo ampuloso, su profunda imbecilidad, que se manifiesta en obras como El señor presidente o El papa verde, en las que esos señoritos terratenientes utilizan a sus siervos y a sus jornaleros, y sus leyendas, para escribir novelas repugnantemente caritativas, que tanto emocionan a los suecos.

Ni que decir tiene que cualquier novelista tiene derecho a utilizar lo que sea, mentiras, recuerdos, leyendas indígenas, religiones, guerras y diluvios, amoríos y sexo, para escribir lo que le dé la realísima gana. Pero todo lector tiene asimismo el derecho de expresar su placer, o su aburrimiento, con independencia de que la novela que lee haya obtenido o no el premio Nobel o el Cervantes. En literatura, el problema no se resume en los buenos autores, también existe el problema de los buenos lectores. Y como lector digo que Cien años de soledad y El papa verde me parecen novelas falsas y demagógicas. Y además profundamente reaccionarias, como todo lo que ha escrito Gabriel García Márquez. Alejo Carpentier es otra cosa.

Me contaba Ricardo Muñoz Suay que García Márquez, corresponsal en Nueva York de la agencia cubana Prensa Latina, cuando tuvo lugar el desembarco de los gusanos en la Bahía de los Cochinos, en Cuba (en realidad, una provocación de la CIA contra el presidente Kennedy), se asustó tanto que huyó, y desapareció durante meses. Desde entonces, me decía Ricardo, le han entrado tales remordimientos, que hace y dice todo lo que le pida Fidel Castro.

Tendré que volver de nuevo al piso, bulevar San Germán, de Roberto Matta y Malite; a una vez en que cenábamos allí con la viuda oficial de Allende, que yo llamaba La Veuve Joyeuse porque, sin tener nada que ver con Allende desde hacía años, heredó su prestigio y su aureola de mártir. Y varias pensiones. En el momento de los aperitivos y de las tapas, Matta nos dice: "También había invitado a cenar a García Márquez y a Régis Debray, pero no podían. Vendrán luego para tomar café". "¡La que se va a armar!", dije yo. "Pero ¿por qué? ¿Por qué?", se asustó la viuda oficial de Allende, dando brincos en su butaca. Malite, la mujer entonces de Matta, y la más tonta que he conocido, pero no la más fea, me miró con extrañeza, y Matta, en voz baja, me preguntó: "¿Qué pasa?".

Resultaba que García Márquez, pocos días antes, había escrito un artículo insultando a los vietnamitas que huían del paraíso comunista (se les calificó de boat people) como podían, y a veces en trágicas condiciones; y él, Gabo, les trataba de magnates, y afirmaba que los ricos, los malos, los fascistas, siempre huían ante el triunfo de las revoluciones socialistas, tan justas, tan bondadosas, tan necesarias. Yo le contesté en Diario 16 ("Un millón de magnates y un mandante"), insultándole. Diario 16 no ha sido nunca el periódico más leído del mundo, pero tampoco era totalmente imposible que hubiera leído mi artículo, o que alguien se lo hubiera comentado. El caso es que cuando llegaron, y Matta nos hubo presentado, le dije a Gabo: "Por cortesía para con nuestros huéspedes, no hablemos de política, para que no se rompan los cristales. Hablemos más bien de nuestros comunes amigos de Barcelona". García Márquez lo entendió todo al instante, y se puso a hablar de las magníficas paellas que guisaba Nieves Arrazola.

Fidel Castro y Gabriel García Márquez.Régis Debray, al que gracias a Dios veía por primera y última vez, y que aún iba acompañado de Elisabeth Burgos, estuvo mirándome como un comisario de policía mira a un sospechoso, pero se negó a hablar conmigo. Yo, en cambio, noté que llevaba unos calcetines lacios y feos. No se crean que los calcetines son siempre inocentes.

Creo que la segunda y última vez que vi a García Márquez fue en Barcelona (donde tiene un piso). Estábamos invitados a La Balsa, no sé por quién, él, su mujer, Mercedes, Nieves y Ricardo, Beatriz de Moura y Toni López (como era el propietario, probablemente invitaba él). Carmen Balcells, ausente, le llamó tres veces por teléfono, para hablarle de derechos de autor. Y él, Gabo, sólo habló de derechos de autor, de las dificultades para transferir de ciertos países a otros las sumas que consideraba imprescindibles para sus desayunos, y de la trágica necesidad de comprarse pisos, para utilizar el dinero que no logramos exportar.

Soy injusto, porque no hablaron sólo de dinero (y Mercedes más que nadie), o de Carmen Balcells. También habó sesudamente Gabo de la diferencia entre el cava catalán y el verdadero champán francés, y de otras cuestiones profundamente filosóficas, como el palacio que se estaba construyendo en Cartagena de Indias; pero apenas hablamos de política, y para nada de literatura. Tuve la impresión de que, para Gabo, la literatura no existía; en cambio, y paradójicamente, existían los derechos de autor.

Los Tusquets no eran sus editores en España: probablemente García Márquez les resultaba demasiado caro; en cambio, se decían sus amigos, y seguían la caravana, como las hienas, por si se caía un cadáver que pudieran comerse.

Todos estos comentarios son triviales, superficiales, pero cuento lo que vi. No cabe la menor duda de que la vida y la obra de Gabriel García Márquez son infinitamente peores. Es un fanático servidor del totalitarismo, siempre que cobre los suficientes derechos de autor.


LATINOAMERICANOS EN PARÍS: LAS DIVINAS PALABRAS - ADIÓS, POETA - RICARDO REYES, MAYORDOMO - LA MAJA ANÓNIMA.
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