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MEMORIAS ERRÁTICAS

El pirata tímido y un triste bosque de caucho

Una noche, en Davao, mientras comíamos pinchos morunos en la plaza, decidimos no regresar a Manila en el Luz-Vi-Minda y continuar hasta Zamboanga. Era la ciudad de las flores, según la fórmula de folleto turístico. Pero no nos condujo hasta allí la promesa floral, sino el "ya que estamos aquí" y el "total, no está tan lejos". Y junto al pragmatismo, la nostalgia. Jim había conocido en su niñez aquella ciudad y le apetecía echarle un vistazo. Pensaba incluso que encontraría allí a viejos amigos de su familia.

Una noche, en Davao, mientras comíamos pinchos morunos en la plaza, decidimos no regresar a Manila en el Luz-Vi-Minda y continuar hasta Zamboanga. Era la ciudad de las flores, según la fórmula de folleto turístico. Pero no nos condujo hasta allí la promesa floral, sino el "ya que estamos aquí" y el "total, no está tan lejos". Y junto al pragmatismo, la nostalgia. Jim había conocido en su niñez aquella ciudad y le apetecía echarle un vistazo. Pensaba incluso que encontraría allí a viejos amigos de su familia.
Un grupo de niños, jugando en el paseo marítimo de Zamboanga.
Al salir de Davao apreciamos la silueta del monte Apo, la cumbre más alta de todo el archipiélago, con unos 3.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Era un volcán, pero se le suponía durmiente. Un círculo de nubes ocultaba la cima a los ojos de los mortales corrientes que tenían que andar a ras de suelo. La carretera descendía luego a un valle donde vertían sus aguas varios ríos y por fin llegaba a Cotobato, que daba la espalda a Davao. Las aguas frente a Cotobato pertenecían al golfo Moro. El resto del trecho hasta nuestro destino transcurría por el litoral de aquel golfo.
 
Zamboanga remata el extremo de una península que sale como un gancho del oeste de Mindanao. En los años 60 había sido un lugar turístico de primera, muy frecuentado por norteamericanos con ganas de calor y color tropical. Veintitantos años después, de aquella época dorada sólo quedaban un par de buenos hoteles, un mercado de artesanías y los recuerdos. Algunas modernas avenidas, como la que recorría el borde del mar, testimoniaban unos buenos tiempos que los lugareños de más edad relacionaban con el carisma de un alcalde, César Climaco.
 
Nos metimos en una pensión alejada del centro a la que nos llevó un taxista. Era una casa particular, con algunas habitaciones en alquiler, y como todas las pensiones medio decentes que había conocido en el país tenía un aire a vieja casa española, de habitaciones en penumbra y muebles grandes y oscuros. En la callejuela adyacente abría su tenderete un puesto donde se podía comer y beber. Lo atendían unas mujeres, y al cabo de unos días hicimos amistad.
 
Los filipinos de a pie eran siempre muy sociables con el extranjero. Además de una predisposición natural, les movía la idea, o la ilusión, de que podía serles útil una relación amistosa con un occidental. El asunto solía acabar con un intercambio de direcciones y la firme promesa de escribirse, que, pasado no mucho tiempo, se dejaba de cumplir.
 
Un pirata filipino (imagen tomada de www.ericpasquier.com).La confianza de estas señoras nos hizo depositarios de un secreto. El marido de una de ellas había sido "pirata". Nos lo dijeron así, tal cual, y sonaba irreal, aunque sabíamos que la piratería era uno de los males que infestaban las costas zamboanguesas. Pero uno no espera encontrarse a un pirata o ex pirata en un puesto de comida, y menos todavía que su aspecto sea convencional.
 
Era un hombre joven, que andaría por la treintena, de rasgos agradables, pelo tirando a largo y más claro que el negro cuervo habitual allí, quizás por la acción decolorante del sol. No llevaba aros en la oreja ni tatuajes a la vista. En realidad, sólo se distinguía por una timidez que le hacía poco comunicativo y huidizo, y que imposibilitaría que le preguntáramos acerca de su vida anterior. Fue su mujer la que nos contó que había dejado la delincuencia marítima por voluntad propia y que la justicia no le había pedido cuentas, o sólo muy pocas. Este extremo fue acompañado de una larga y confusa explicación, de la que dedujimos que le habían dejado en paz porque había colaborado con la policía. A lo mejor tenía miedo de que sus antiguos compinches le buscaran, de ahí que fuera esquivo. Cuando andaba por el puesto se limitaba a escuchar y sonreír.
 
Jim consiguió encontrar en la guía el teléfono de aquella familia amiga, y uno de los hermanos nos citó en la cafetería del mejor hotel de la ciudad. Estaba al borde del mar, junto a un muelle del que salían y entraban barquitos y vintas, las embarcaciones de pesca tradicionales de la zona, muy retratadas por la vistosidad de sus velas trapezoidales y multicolores. Mientras contemplábamos el paisaje, sobre el que hacía juegos de luces la puesta de sol, el tío Bob nos dio un briefing sobre los malos tiempos que se vivían en Zamboanga.
 
La inseguridad había dado al traste con la buena vida, especialmente en las áreas rurales, donde ellos vivían, pues eran propietarios de una plantación. Un primo suyo había estado a punto de ser secuestrado por una de las bandas, de terroristas o maleantes, que pululaban por la zona, y las gentes más o menos acomodadas tenían que vivir bajo medidas de protección extremas. Las ciudades tampoco se salvaban de esta oleada de gangsterismo y terrorismo.
 
"¿Veis esa barriada de allí enfrente?", dijo, refiriéndose a un grupo de palafitos que había al otro lado de un puente de madera. "Es un barrio musulmán. Hace un par de años vinieron unos franceses para intentar hacer negocios. Esa gente de los palafitos se dedica a las perlas. Bajan a pulmón para sacarlas. Bueno, pues los franceses hicieron tratos y entraron una tarde en el barrio. A la mañana siguiente sus cabezas estaban sobre los postes del puente. Sobre esos dos de allí, a la entrada".
 
Un palafito americano (imagen tomada de www.carre-amelot.net).Me quedé mirando aquellos postes, tratando de imaginar por qué habrían degollado a los franceses. Bob no lo sabía. Era suficiente saber cuál había sido el resultado. El crimen había quedado sin esclarecer. En aquel rato no vimos a nadie en aquella colonia de palafitos de madera grisácea. Se hubiera dicho que estaba deshabitada.
 
El temor a posibles atacantes, secuestradores o piratas no nos detuvo a la hora de salir en barco hacia Basilan, una pequeña isla que se encontraba cerca de Zamboanga y justo frente a ella. Los barquitos tardaban más o menos una hora. Durante la travesía pudimos ver la gran cantidad de palafitos que rodeaban la ciudad, y luego la isla. También allí había barriadas sobre el agua, con habitantes especializados en la explotación de las perlas. Las casas se comunicaban entre sí, pero para acceder a otros lugares había que usar la canoa, que permanecía atada abajo, a los postes.
 
Basilan acogía en su terreno la mayor plantación de caucho del país. Se llamaba Menzi y estaba preparada para recibir visitantes. Un pasajero nos informó de que la isla y la plantación habían sufrido no hacía mucho un intento de invasión de la guerrilla, que había llegado de la cercana isla de Jolo, que la incursión había causado muertos y que quedaban guerrilleros escondidos en los montes. No tenía por qué ser cierto todo ello, pero nos hizo ser prudentes y aceptar de buena gana un guía.
 
El guía, un hombre enjuto, pequeño y arrugado, como solían ser los filipinos viejos, nos paseó por entre los árboles del caucho, todos marcados por incisiones como pinturas de guerra. Debían hacerse en diagonal. En la base del tronco se colgaban los cuencos de barro o de plástico que recogían el líquido blanco y pegajoso, que en chavacano o chabacano, que aún se hablaba en la zona, se llamaba "goma".
 
El guía cortó con su cuchillo la corteza de uno de los árboles para que nos admiráramos de lo pronto que manaba la goma. Pero a mí me pareció que estaba desangrando al arbolillo. Era un bosque sombrío donde se lloraban lágrimas lechosas. La plantación, que era inmensa, estaba atravesada de caminos y pequeñas carreteras. En otra zona, ya soleada, cultivaban las palmeras del aceite, unas palmeras pequeñas que suelen verse en los jardines pero que allí no estaban por su cara bonita, sino para proporcionar su jugo. La plantación era admirable, pero lo que me preguntaba yo al volver a Zamboanga era cómo se viviría en un palafito.
 
 
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