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CRÓNICA NEGRA

El Pincelito se convirtió en el Tea

Fue en Benejúzar, Alicante. Antonio, el Pincelito, se bajó del autobús, todavía derecho como una vela, todavía firme y retador, paseando por el pueblo en todo su regodeo, como siete años atrás, cuando se lo llevaron esposado por haber abusado de una niña, para cumplir una pena de nueve.

Fue en Benejúzar, Alicante. Antonio, el Pincelito, se bajó del autobús, todavía derecho como una vela, todavía firme y retador, paseando por el pueblo en todo su regodeo, como siete años atrás, cuando se lo llevaron esposado por haber abusado de una niña, para cumplir una pena de nueve.
Pincelito era pintón, cuidadoso, amante de su imagen y apostura. Pincelito puede ser también, según el diccionario secreto de Cela, el órgano sexual.

Iba Antonio confiado como si fuera el dueño del mundo, disfrutando de un permiso carcelario. Se creyó de enhorabuena al cruzarse con la madre, ¿cómo se llamaba?, de aquella niña violada y emitió un saludo muy particular, ignorante de que se estaba jugando el bigote y que pronto dejaría de ser el Pincelito.

"¿Qué tal, señora? ¿Cómo está su hija?".

Fue suficiente para desencadenar la tragedia. María del Carmen, la madre de la niña, había vivido todo ese tiempo encogida, angustiada, llena de miedos y depresiones, producto del trauma que le había causado el del pincel. Carmen era antes una mujer feliz, hasta que le tocó esa ley de probabilidades en que han convertido los políticos la seguridad. En general, la calle está tranquila, la protección asegurada; pero, como dicen ellos, hay una cuota que no se puede asegurar, la cuota de los casos imposibles. Lo que le tocó a Carmen: su hija violada.

Por eso estaba trastornada aquel 13 de junio del 2005, cuando se cruzó con el Pincelito, que le dijo jactancioso: "¿Qué tal, señora?". Y ella se fue a la gasolinera, compró una botella de plástico llena de gasolina y fue a buscarle al bar. No le dio tiempo a pensar, a huir, ni siquiera a moverse de la barra. La señora, plaf, le tiró el líquido por encima y le arrimó candela. Era una especie de acto reivindicativo, un brindis a las madres de las violadas de todo el mundo. Carmen purificaba con fuego aquel cerebro del mal, de la uña al pincel. Antonio el Pincelito pasaba a ser Toño el Tea, con el coco como la cabeza de una cerilla en llamas.

Las manos se le derretían como si llevara guantes, el pantalón arrancaba la piel de la pierna cuando trataba de quitárselo. Se abrasaba los pulmones al respirar. La rapidez del ataque le impidió aguantar la respiración, sorbió la llama que le quemó el terciopelo rojo de los pulmones, los alvéolos de los bronquios, la rejilla de la laringe. En un segundo estaba barritando de dolor.

Carmen es más bien callada, aunque a lo peor también gritó entonces y dijo alguna cosa fea, por encima del dolor y la sorpresa. Uno de los parroquianos quiso ayudar al Pincelito, pero se quemó también. Tenía más del 60% quemado, precisamente el sesenta que más le importaba: incluido el aparato reproductor masculino.

Era como una fábula de Esopo, en medio de la decoración de plástico blanca, del terror de los clientes, de la expresión pálida de Carmen, que no sabía ya qué hacer. Es más, que había vivido para esto, para barrer de un plumazo los fantasmas del pasado; y lo había hecho sin grandes dificultades. Ahora se había quedado sin nada más que hacer. Ni que decir.

Era como si el Pincelito quisiera perder sus atributos, pagar una deuda del pasado, dejarse morir, por no haber sabido sortear los peligros y dificultades, evitando este pueblo trampa. Allí nadie hablaba. Los quemados y los vivos, los clientes y los de la pasma o pestañí. Todo el mundo a la espera del acto siguiente, cuando se llevaran a la atacante detenida. Al herido lo transportó una ambulancia camino del quirófano, pero no se pudo hacer gran cosa: diez días más tarde subiría al cielo de los condenados.

Pincelito se acordaría de la piel tibia de la chiquilla, seguro que tan quemada como aquella suya de las partes que cubrió el acelerante, pero en el caso de la chica de 13 años habían sido sus dedos como lanzallamas los que habían hecho el destrozo.

Carmen era una mujer víctima de un violador, aunque la violada fuera su hija. Aquello del arrebato era la ceremonia de la purificación. Ella sintió cientos de manos señalando su gesto, aquella locura de pegarle fuego. Sus fantasmas eran resistentes como las pilas que duran. Sólo el padre fuego, que todo lo devora, podía ayudarle, y allí estaba ella, echándole la gasofa por el cuello.

El Tribunal Supremo, que ha juzgado el caso, al contrario que otras veces, que decepciona, ha encontrado en la actuación de la pobre madre un "trastorno adaptativo mixto con síntomas ansioso-depresivos", que fueron reactivados por la visión y acercamiento del violador de su hija, lo que le reforzó la obsesión, por lo que se le ha aplicado la eximente incompleta de trastorno mental transitorio. Y le rebaja la pena de los nueve años y medio impuestos por la Audiencia a cinco y medio. Todo ha sido comprensión y tolerancia a esta madre que soñaba con una antorcha y un barril de gasolina. Tal vez ya no debería volver a prisión, sino terminar su condena sentada con su hija y sus otros seres queridos en el salón de su casa, tomando la medicación y procurando ser buena para perdonar lo ocurrido. Porque esto, aunque se entienda, no se puede consentir.

De Toño el Tea, la última transformación de Pincelito, apenas se hablará en voz baja cuando lleguen las próximas hogueras de San Juan.
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