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VUESTRO SEXO, HIJOS MÍOS

El pene abochornado

Queridos copulantes: A lo largo de la historia, muchos varones han quedado señalados por su heroica prudencia sexual. Ahí tenemos, por ejemplo, al casto José, penúltimo hijo de Jacob, "apuesto y bien parecido" pero víctima de ciertas reticencias porque supo resistir las insinuaciones de la mujer de Putifar, que debía ser una señora un poco densa y, en vez de trabajar la metáfora, le decía "Acuéstate conmigo", así, por las bravas.


	Queridos copulantes: A lo largo de la historia, muchos varones han quedado señalados por su heroica prudencia sexual. Ahí tenemos, por ejemplo, al casto José, penúltimo hijo de Jacob, "apuesto y bien parecido" pero víctima de ciertas reticencias porque supo resistir las insinuaciones de la mujer de Putifar, que debía ser una señora un poco densa y, en vez de trabajar la metáfora, le decía "Acuéstate conmigo", así, por las bravas.

Y tenemos también a San José, el marido de la Virgen, que cae bien porque, para justificar su castidad, lo representan anciano. Y como lo encuentro simpático, le voy a conceder, en nombre de sus devotos, la orden de la vara florida –distintivo blanco–, que la tiene muy merecida. También son famosas algunas parejas de santos matrimonios que hicieron voto de castidad conyugal la misma noche de bodas y (según dicen) lo cumplieron.

Pues a mí eso siempre me pareció rarito e improcedente.

La ley divina, lo mismo que la humana, siempre ha considerado nulo un matrimonio no consumado, si uno de los cónyuges lo demandaba y quedaba probaba la ausencia de coito. Pero todos sabemos que si hay algo que abochorne a un varón es que se ponga en entredicho su potencia sexual, y tampoco es un plato de gusto para las esposas reclamar públicamente su derecho a la penetración, así que ante un esposo incapaz, la mayoría de las mujeres preferían la resignación cristiana o hacérselo con un vendedor ambulante. No obstante, siempre hubo algunas que, alegando su deseo de ser madres, se atrevieron a pedir la nulidad. La virginidad de la esposa, caso de haberla, era determinante, pero las cosas no siempre estaban claras y el marido sospechoso era entonces sometido a un juicio en el que debía demostrar su capacidad sexual.

Angus McLaren, en su libro La impotencia, habla de estos juicios de nulidad que empezaron en Inglaterra en el siglo XIII. Se conservan testimonios de estos juicios, y se sabe que los equipos de peritos –comadronas, cirujanos y médicos– investigaban las sábanas, examinaban los genitales y asistían al acto sexual para dar fe de los acontecimientos que habían tenido lugar –o no– en el encuentro.

En el siglo XV los tribunales eclesiásticos ingleses utilizaban "mujeres honestas" que, honestamente, le enseñaban una teta al imputado y, con toda honestidad, le sobaban a conciencia las partes pudendas para ver lo que pasaba. No era extraño que al pobre infeliz, agobiado y abochornado, no se le apreciara apetencia.

A partir del siglo XVI tuvieron lugar varios juicios famosos en toda Europa. Algunos francamente divertidos, como uno que tuvo lugar en Rheims. Según cuentan, los peritos esperaban junto al fuego y, de vez en cuando, el marido gritaba: "¡Venid, venid ahora!". Y todos iban corriendo a levantar acta, pero ninguna otra cosa se levantaba y siempre se trataba de falsas alarmas. La esposa se reía y les decía: "No tengáis prisa, que a éste lo conozco bien". Los peritos declararon que nunca se habían reído tanto ni dormido tan poco como esa noche.

Voltaire.Sin embargo, por lo general, eran unos juicios misóginos en los que se sospechaba de las esposas porque tenían el descaro de denunciar a sus maridos, y además se desconfiaba de la capacidad de las mujeres para entender la sexualidad masculina. A las esposas jóvenes casadas con hombres mayores se las tachaba de cazafortunas y rara vez lograban un fallo a su favor.

Los hombres siempre han sido muy celosos de su dignidad, y muchos intelectuales mostraban su solidaridad con los maridos juzgados. Voltaire, por ejemplo, fue partidario de eliminar estos juicios. Precisamente, uno de sus amigos, un prestigioso abogado llamado Elie de Beaumont, era impotente debido a que su enorme barriga le impedía la penetración. Ni siquiera le era posible contemplar sus genitales, y eso duele casi como no tenerlos. Voltaire argumentaba que no era tan grave que un matrimonio quedara sin descendencia, ya que, al fin y al cabo, Europa contaba con trescientos mil monjes y otras tantas monjas que se abstenían voluntariamente de propagar la especie. En realidad, había mucha más gente que no propagaba la especie. Muchos europeos no se casaban y muchos matrimonios eran estériles. Pero lo curioso es que Voltaire parecía considerar que las esposas debían dejar de dar la murga y cargar con lo que les había tocado.

La Iglesia no aceptaba la nulidad de un matrimonio consumado por el simple hecho de resultar estéril. Y esa es la razón de que no se anularan los matrimonios de tantos reyes mal casados. Ciertamente, siempre cabía esperar que se realizara un milagro y naciera un principito. De hecho, había algunos casos que sustentaban esta posibilidad. Por ejemplo, el de Isabel II, que consiguió tener varios hijos cuando todo el mundo sabía que su marido, Francisco de Asís, al que el vulgo llamaba Paquita, no era, precisamente, un sietemachos. Valle-Inclán reproduce del periódico El Domine estos versos tan conocidos:

Paquito natillas / es de pasta flora. / Y orina en cuclillas / como una señora.

Y yo, en nombre de la historia, voy a condecorar a este penoso consorte con la orden de la pretina de plomo –distintivo rosa–, porque se la ganó a pulso.

Los chismes, calumnias y burlas con que el vulgo ridiculizaba a los reyes y personajes públicos que aborrecía incluían, como plato fuerte, la impotencia. En Francia no se libró ningún Borbón. Se chancearon de Luis XIV en sus últimos años por ser impotente, como militar y como hombre. De Luis XV circularon canciones sobre su incapacidad para satisfacer a Madame Dubarry y de Luis XVI, que tardó casi ocho años en consumar su matrimonio, se dijo de todo. Lo de este hombre fue una pena, porque, con lo que le gustaba a María Antonieta disfrazarse de pastorcita, podían haber hecho el número del salto del lobo, que viene siendo parecido al del tigre pero en elegante.

Sin embargo, otros hombres famosos de los que se pensaba que tenían problemas con su potencia, como George Washington, fueron respetados. Ahora me acuerdo de cuando se murmuraba que Franco tenía adiposidad genital y no cumplía. Y además, como tenía aquella vocecita de eunuco exánime... Pero, en caso de ser cierta su impotencia, yo tengo mi propia teoría. Una cosa es pergeñar un alzamiento nacional y otra, muy distinta, conseguir un alzamiento medio decente, con el brazo incorrupto de Santa Teresa encima de la cómoda. Así que me pongo de negro y con mantilla para imponerle, a título póstumo, el escapulario "Detente polvo" con distintivo rojigualda.

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