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VUESTRO SEXO, HIJOS MÍOS

El mítico cazador

Queridos copulantes: La guerra de los sexos empezó hace un montón de millones de años, el día en que los óvulos empezaron a coger peso y a escasear, mientras los espermatozoides seguían tan campantes.


	Queridos copulantes: La guerra de los sexos empezó hace un montón de millones de años, el día en que los óvulos empezaron a coger peso y a escasear, mientras los espermatozoides seguían tan campantes.

Pero los sexos ni se enteraron de que estaban en guerra hasta que los humanos empezamos a tener escaramuzas. Por ejemplo, cuando la señora Pastora, del bar El Abrevadero, le arreó al fontanero con la escobilla del váter porque, en el fragor de una bronca, éste la llamó "chocholoco" y hay cosas que no se pueden consentir.

Lo cierto es que, aunque la guerra de los sexos es una cosa de toda la vida, el sexo femenino no le causaba al masculino mayor zozobra que una caca pegada a un palo. El macho humano era claramente el ganador, e iba tan sobrado en la batalla que todo el mundo pensaba que la humanidad había adquirido su gran cerebro gracias a la estrategia masculina.

Todavía colea con brío la hipótesis del cazador, a pesar de que ya no es políticamente correcta. Esta teoría tuvo su apoteosis en un congreso de la Wenner-Gren Foundation, celebrado en 1966 en Chicago con el título "Man the hunter".

En esencia, los partidarios de la hipótesis del cazador sostenían que, al finalizar el Mioceno, época en que por todas partes había árboles con monos colgando, comenzó una etapa de sequía que convirtió muchas selvas en sabanas. Muchas especies de simios desaparecieron entonces porque no se adaptaron a una vida sin bosques. Pero nuestros antepasados supieron cambiar de nicho ecológico, se irguieron sobre sus patas traseras y dejaron las manos libres, suprimieron el ángulo de la cabeza con la columna vertebral para poder mirar de frente y aprendieron a cazar.

Se han hecho bonitas descripciones en las que el homínido dejaba atrás a sus parientes primates, que hacían cochinadas y engullían vegetales que no compartían, mientras que él, el elegido, recorría el largo camino que le llevaba a metamorfosearse en un carnívoro proveedor capaz de suministrar al cerebro esa riqueza proteica que obtenía con la noble ocupación cinegética y todo eso.

Además de regalarnos el cerebro, el gran cazador nos había librado de esos feos piños de mono y esas mandíbulas enormes, pasadas de moda, que hacían falta para comer vegetales. También había que agradecerle que nos quitara los pedos de mono que producen los vegetales, tan indigestos y tóxicos.

Para planear y comunicar sus estrategias de caza, el macho humano había llegado incluso a inventar el lenguaje. Los yacimientos llenos de huesos de animales y herramientas de piedra demostraban que el gran héroe compartía la comida, que había creado la sociedad y había enseñado a hablar a las mujeres.

Los científicos, encariñados con el hombre cazador, sentían como una nostalgia de aquellos tiempos y afirmaban que la calidad de vida en nuestra especie había sufrido un empeoramiento al abandonar la depredación, hacerse sedentaria y empezar a cultivar la tierra y a domesticar animales.

Las mujeres, como no servían para la caza porque eran culibajas, asustadizas, torpes y pestilentes, aparecían muy castigadas por los dibujantes: horrorosas, de teta peluda y esperando a que los varones inventasen los sujetadores, los peines y la calceta. Y hay cosas que no se pueden consentir. Yo creo que eso fue lo que irritó a las feministas y las impulsó a reclamar.

¿De verdad habían comido nuestros ancestros tanta carne? Porque, de hecho, no estamos totalmente adaptados a la dieta carnívora. Los especialistas suelen recomendar sólo un gramo por cada kilo de peso corporal y día. Cuando uno se pasa con las proteínas, se padece gota, se eleva el colesterol y aumentan las posibilidades de desarrollar tumores. De hecho, los humanos modernos somos omnívoros y eso nos proporciona más ventajas, entre otras cosas, porque cuanto más variada es su dieta, mayores posibilidades tiene una especie de sobrevivir.

Pero es posible que en la antigüedad la carne fuera muy abundante y fácil de obtener. Probablemente bastaba con seguir una manada. Como dijo Shipman, los carnívoros carroñean cuando pueden y cazan cuando no tienen más remedio. Y cuando cazan prefieren la presa fácil. ¡Cabal! Pero, oye, para eso no hace falta mucho cerebro.

Por otro lado, ¿es capaz la caza de desarrollar un gran cerebro? Ya había grandes cazadores y carnívoros mucho antes de que existieran los homínidos. Muchos de ellos siguen cazando en grupo, empleando estrategias. Sin ir más lejos, los chimpancés se divierten mucho organizando cacerías de colobos rojos y la carne supone un 5% de su dieta... y ahí siguen todos, como si nada.

No se puede negar que nuestra dentadura cambió, pero seguro que no fue para adaptarse a la carne cruda sino porque, en primer lugar, el dimorfismo sexual se fue suavizando y los machos dejaron de pelearse a mordiscos; y, en segundo lugar, porque mucho antes de descubrir el fuego los homínidos ya procesaban los alimentos duros cortándolos, machacándolos y macerándolos.

A la hipótesis del cazador se opuso la "hipótesis del alimento compartido". Su autora, Glynn Isaac, mantenía que los hombres aportaban la caza y las mujeres los alimentos recolectados. Después se compartía todo, y así se crearon los cimientos de la vida social y comercial, que en definitiva fue lo que realmente nos convirtió en humanos. Esta hipótesis concedía un papel dinámico a las hembras, y algunos científicos parecieron mosquearse e insinuaron que la recolección era una rutina monótona a la medida de una inteligencia animal. Y hay cosas que no se pueden tolerar.

Ahí fue cuando Patricia Draper dijo que de eso nada, que la recolección requiere mayor inteligencia que la caza porque hay que diferenciar entre cientos de plantas, saber si son comestibles o no y en qué fase de su desarrollo son venenosas o curativas.

El cerebro es tan caro que, a pesar de que en el humano moderno representa sólo el 2 por ciento del peso corporal, consume el 20 por ciento de la energía. Por su coste, solo cabe esperar que crezca si una mayor inteligencia constituye una gran ventaja para una especie, porque vosotros me diréis qué ganaría una sanguijuela promoviendo un gran cerebro. El cerebro humano creció porque nuestro linaje comenzó a responder acertadamente a alguna demanda que presionaba en ese sentido. Y yo me juego el lote completo de Don Limpio a que la caza sólo fue una respuesta más, entre muchas otras, a esa presión. 

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