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TENSANDO EL ARCO

El inefable Don Pere

Inició Don Pere su andadura allá por el año 1952 en la ciudad de Barcelona, sin que tengamos noticia de ninguna señal que tal evento anticipara, si no hacemos cuenta de la incontinencia que me afectó durante ese año –yo ya tenía tres– y que (...) me llevaba a empapar los pantalones cortos cada vez que un automóvil pasaba cerca de casa, llegando incluso a tener que volver a usar los ropajes de algodón que, por entonces, hacían las veces de pañales.

Inició Don Pere su andadura allá por el año 1952 en la ciudad de Barcelona, sin que tengamos noticia de ninguna señal que tal evento anticipara, si no hacemos cuenta de la incontinencia que me afectó durante ese año –yo ya tenía tres– y que (...) me llevaba a empapar los pantalones cortos cada vez que un automóvil pasaba cerca de casa, llegando incluso a tener que volver a usar los ropajes de algodón que, por entonces, hacían las veces de pañales.
Pere Navarro.
Siguió Don Pere caminando por la vida y se nos hizo ingeniero industrial para dicha de familia y amigos, que así insertaban al joven en lo más de una sociedad que se esforzaba en avanzar a golpe de tacón y reverencia, lejos de veleidades humanísticas y perniciosas, y muy cerca, ya, del mayor cambio de chaqueta colectivo de la historia catalana, española, europea y universal: el glorioso tránsito al nirvana democrático, que habría de originar la desaparición de la mundana escena de otro personaje inefable: Don Francisco Franco Bahamonde.
 
Pero no parecen haber sido los cabalísticos diseños de supermáquinas tejedoras, o las laberínticas plantas de la industria química, o las más sutiles de matar cerdos en cadena con música de fondo, los asuntos que atrajeran a Don Pere en demasía. Y ello se deduce –aunque también pudo ser por otras razones que ignoramos y que la reseña oficial no nos aclara– porque pronto dio un giro inesperado a su vida, para dedicarse a lo que parece más le satisface: inspeccionar y organizar a sus prójimos, de grado o por fuerza, que la fuerza en los tiempos modernos no reside ni en los músculos ni en El Pardo, sino en los diferentes boes –boletines oficiales locales, provinciales, autonómicos, estatales y europeos– y en los dedos índice de las manos; la mano izquierda y, por supuesto, la mano derecha.
 
Así, tras opositor y solitario esfuerzo, el flamante inspector de Trabajo y de la Seguridad Social Don Pere vela sus armas enseñando los colmillos a empresas y autónomos sin que tengamos noticia alguna de sus actuaciones, aunque nos gustaría: carecemos de información sobre si éstas se limitaban a levantar actas, o si también obligaban a los infractores a confesión y arrepentimiento, a exposición pública, a dolor de corazón, o incluso a la asistencia –previo pago de su importe– a cursillos de reeducación cívica en escuelas de concentración situadas en las zonas más inhóspitas del país.
 
Debió ser bueno en su función inquisidora ya que pronto lo vemos ocupando cargos de toma de posesión con discurso y canapé, buena paga y alargado dedo: Delegado de la Consejería de Trabajo de la Generalidad de Cataluña en la provincia de Gerona; Jefe del Gabinete del Gobernador Civil de la provincia de Barcelona; Gobernador Civil de la provincia de Gerona... Hasta que, en 1999, desembarca en el Ayuntamiento de Barcelona, donde, al parecer, encuentra lo que ha de ser su alma máter; su razón vital; el porqué de su vida –profesional al menos–: el control de todo aquello susceptible de moverse sobre ruedas y con gente encima o con gente dentro. Director del Servicio de Transportes y Circulación y, sublimando el cargo algo más tarde, Comisionado de Movilidad, Transportes y Circulación. ¡Don Pere al fin comisionado! Y de Movilidad, término posmoderno donde los haya, también gallardoniano y chulapón, que invita a quien lo ostenta en su orla a enguantar su mano y agitarla en un ¡circulen, circulen!, con o sin picuda bacina en la cabeza, que las gorras de plato y barretinas tiempo ha que se han abierto paso.
 
Y, finalmente, cual bronceado surfista tarifeño que se desliza feliz por la magnífica e inesperada ola socialista, empujado por marzales vientos, surge del mar coronado por salina y blanca espuma, con los brazos abiertos, y, tras ágil pirueta, da de bruces en la arena de todas las movilidades de la vieja España: la Dirección General de Tráfico.
 
Pero habrá de ser paso a paso que Don Pere consiga la inefabilidad, cualidad nada fácil de alcanzar por cierto, ya que no faltan en nuestra lengua palabras que, bien hiladas, sirvan para plasmar la descripción del personaje más peculiar, el hecho más complejo y hasta la idea más peregrina.
 
Comenzó sorprendiendo a los españoles no semovientes disculpándose por no poder abrocharse el cinturón de seguridad por ellos. No podemos abrocharnos el cinturón de seguridad por ti. Reconozco que durante algunos meses de estrujarme el magín no conseguí entender el mensaje. Cada vez que leía o escuchaba el mensajito desde mi vehículo en movimiento –y fueron muchas– me parecía más raro. El mensaje podía tener dos interpretaciones. La primera, que en lugar de atarme yo se atara otro en mi lugar, y que tal acción fuera mejor para eso de la seguridad y, que extrapolando la cosa al conjunto de los conductores, y al necesitar millones de otros para tal función sustitutiva, y no ser posible por cuestiones de presupuesto, pues se disculpaba.
 
Esta interpretación me parecía una chorrada y habitualmente la descartaba, porque pensaba que el número de ataduras debía estar relación con el número de conductores ejercientes, atados y sin atar, en un momento dado.
 
La segunda interpretación suponía que se hubieran equivocado al redactar el mensaje y que realmente quisieran decir no podemos abrocharte el cinturón por ti. También me parecía una chorrada pero me preocupaba más, ya que la perspectiva de alguien entrando en mi vehículo en movimiento –quizá por la ventanilla– tirando de la cinta negra y buscando el enganche trasteando en las cercanías de mi pierna derecha en plena curva, me producía desasosiego. Y aún más si el trasteo se producía en los aledaños del muslo izquierdo de mi adorada esposa. Definitivamente, llegué a la conclusión de que lo que realmente quería decir Don Pere era que me atara el cinturón de seguridad sin más, cosa sabida y que el Código de la Circulación dispone y todos los conductores conocemos porque, en caso contrario, no tendríamos tal cualidad.
 
La tontería descrita no tenía más valor que el de comprobar, de nuevo, cómo se despilfarraban los dineros públicos por mor de una cadena de insensatos y fieles interpretadores de la insensatez de Don Pere, el inefable.
 
Tampoco era de imaginar lo que vendría después, como un rosario, como un collar de perlas, cuenta a cuenta, y que de majadería continuada ha devenido en agresión y merma de la dignidad y libertad ciudadanas, valores éstos que Don Pere desconoce, creo yo, sumido en el oropel del mando, confundiendo su función servidora a nuestro sueldo con el divino y caduco origen del poder, que ni un partido político es la divina providencia ni nosotros los siervos de la gleba. Que el adormecimiento del día a día de las gentes no significa que estas mismas gentes –que los demás somos– aceptemos su ilegítima y continua impertinencia; su sonriente disposición perdonavidas; su displicente no me gustaría ver a un guardia civil deteniendo a un conductor por fumar, anticipando infantilmente sus intenciones; su semanal y macabro recuento comparativo; en definitiva, su pertinaz tocadura de dídimos sin que, hoy por hoy, encuentre respuesta a su procacidad.
 
Por el momento, Don Pere ha conseguido, como el maestro retorcido que, ante la indisciplina de sus pupilos, va elevando el grado de los castigos sin caer en la cuenta de que lo más seguro es la falibilidad de su método, que los demás marchemos por las carreteras a paso de ganso –no el de los ánades sino el de los militares–; que la positiva iniciativa de los más se supedite a la memez incívica de los menos; que los reflejos de los más, desarrollados por la experiencia y el personal instinto de supervivencia, se vean limitados por los cálculos artificiales de distancias, grados de inclinación e intensidad del granizo medido en granómetros, con el riesgo adicional y gratuito que tal pérdida conlleva.
 
Ha conseguido para sí lo que no han podido ni las ligas anti violencia de género más activas: que conducir a sesenta kilómetros por hora en un descampado, eso sí, urbanizado, sea un delito más grave que sacudir la badana de forma impenitente a una prójima o prójimo, navajazo incluido, siempre que éste no sea causa directa de muerte –por el momento–.
 
Pero los logros consolidados no son nada con lo que falta por venir. Si de punir la distracción de los conductores se trata, imaginen cuando sean abordadas por Don Pere las cuestiones susceptibles de causarla y que no lo han sido ya. Los conductores tendrán que documentar previamente y presentar a las autoridades que así lo exijan, además del soplo alcohólico, certificación que acredite que, durante las horas del viaje, no se padecerá de preocupación alguna; que la libido ha sido amortiguada mediante la ingestión de la dosis preceptiva de bromuro; que no se ha sufrido insomnio en las cuarenta y ocho horas previas al desplazamiento; que la ingesta de vitaminas y de minerales ha sido la correcta; que la higiene de los acompañantes cumple con la normativa en evitación de olores que puedan reducir la atención; que los picores imprevistos en zonas corporales de difícil acceso serán soportados sin alterar la posición correcta de conducción (ambas manos sobre el volante) y que, al objeto de garantizar el equilibrio mental del condenado, el cumplimiento de las normas así dispuestas se hace por acatamiento voluntario y con convicción profunda, y todo ello en aras de una convivencia ciudadana acorde con las doctrinas y emanaciones de nuestro benefactor Don Pere, el inefable.
 
 
NOTA: Este texto está tomado de la obra coral TENSANDO EL ARCO, que acaba de publicar la editorial Akrón.
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