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DRAGONES Y MAZMORRAS

El honor y la gloria

No quiero empezar esta crónica sin hablar de la muerte del poeta Leopoldo de Luis. No lo hago solamente porque se trate de un representante de una generación poética lo suficientemente importante como para que merezca ser mencionado, sino porque Leopoldo Urrutia (así se llamaba realmente), cuya pérdida he sentido en lo más profundo, forma parte de mis recuerdos de infancia y juventud.

No quiero empezar esta crónica sin hablar de la muerte del poeta Leopoldo de Luis. No lo hago solamente porque se trate de un representante de una generación poética lo suficientemente importante como para que merezca ser mencionado, sino porque Leopoldo Urrutia (así se llamaba realmente), cuya pérdida he sentido en lo más profundo, forma parte de mis recuerdos de infancia y juventud.
Leopoldo de Luis.
Por ello no voy a tratar aquí de si era un poeta social o existencial, ni voy a repetir los datos de su biografía reproducidos ya en todas los artículos que le han dedicado, sino que voy a referirme a ciertos aspectos que no han salido a relucir en ninguno de ellos, tal vez porque son demasiado novelescos para una necrológica, o porque muy pocos los conocían. Me refiero a su paso por la Legión, a la que se apuntó, huyendo de sus perseguidores, una vez acabada la guerra, donde había militado en el bando republicano.
 
En la Legión conoció a mi padre, que estaba en las mismas circunstancias clandestinas. A pesar de haber oído relatar esas anécdotas miles de veces, jamás he retenido bien los detalles, pues el relato que ambos hacían se perdía por mil y un vericuetos y sobreentendidos que resultaban muy difíciles de seguir para un profano. Lo único que saqué en claro es que, efectivamente, en la Legión tu pasado y tu verdadera identidad no importaban, y si una vez fuera de sus banderas estabas en peligro y clamabas: "¡A mí la Legión!", realmente acudían y te ayudaban. Mi padre puede asegurarlo.
 
Una vez normalizadas sus respectivas situaciones, mi padre, que había hecho sus pinitos poéticos, se dedicó por entero a los negocios, fiel a su lema de "al éxito por la superación". Leopoldo, por su parte, se convirtió en poeta y en un escritor reconocido, pero mantuvieron una amistad que perduró a lo largo de estos años.
 
Había alguien más que les unía, que nos unía a todos. Leopoldo de Luis era cuñado de otro poeta, José Luis Gallego, que, de haber un santoral laico, debería figurar en primerísimo lugar, pues era la persona más bonitísima que he conocido jamás, amén de un verdadero mártir, ya que cumplió una de las condenas más largas del franquismo, tras haber sido sometido a torturas a raíz de su detención.
 
José Luis Gallego, que era también un excelente poeta, se pasó, como digo, veinte años en la cárcel, y mientras estuvo en ella creo que en mi casa no había día en que no se le mencionara de alguna manera. Salió con la salud muy quebrantada, prácticamente ciego, y pudo al fin reunirse con su mujer, hermana de Leopoldo de Luis, y con su hija, María Teresa Gallego Urrutia, que iba al mismo colegio que nosotros y que ahora es una de las mejores profesoras y traductoras literarias de francés. Por desgracia, José Luis Gallego no pudo disfrutar demasiado de esa libertad ni de su familia, pues murió al poco tiempo.
 
A Leopoldo de Luis me lo encontré este verano, en la fiesta de la Residencia de Estudiantes, y me emocioné de veras al verlo. Le acompañaba su hijo, Jorge Urrutia, también poeta y actual director académico del Instituto Cervantes. Además de referirnos a la muerte de Federico Muelas, otro poeta de su generación, fallecido aquel mismo día, Leopoldo de Luis me volvió a hablar, como es natural, de aquella época en la que, por un tiempo, mi padre y él pasaron de ser militantes republicanos a convertirse en "valientes y leales legionarios", como reza la famosa canción que mi padre, a pesar de su inveterado izquierdismo, siempre se supo de memoria.
 
La semana siguió teñida por esa confidencia y secretismo con el que he iniciado mi crónica, y que también rodeó, en cierto modo, el nombramiento de Comendador con placa de la Orden Ecuestre de San Gregorio Papa para Joaquín Puig de la Bellacasa, ex director general de Bellas Artes, por su defensa del patrimonio histórico-artístico español de carácter eclesiástico, causa que, en la actualidad, no goza precisamente del favor de las altas instancias gubernativas.
 
Durante su discurso de agradecimiento, Puig expresó su firme convicción de que los españoles somos deudores constantes y obligados de esos conventos, iglesias, catedrales y abadías que él, y otros funcionarios como él, han contribuido a restaurar desde sus puestos oficiales. La entrega tuvo lugar durante la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal, y para mí, y el resto del público invitado, fue toda una experiencia contemplar aquella sala ultramoderna, que no tiene nada que envidiar a las de las Naciones Unidas, albergando a una institución milenaria.
 
Ya sabemos, como decía Paul Morand, que los honores ni se buscan, ni se rechazan, ni se ostentan, pero desde que el presidente Rodríguez ganó de aquella manera las elecciones el año pasado (¡parece un siglo!), proclamando do quisieran oírle –según me dicen en la mismísima Zarzuela– que uno de sus propósitos, además de convertir en esposas decentes a los homosexuales (a los que aceptaran hacerlo, claro), era el de acabar de una vez por todas con lo que él consideraba el predominio de la Iglesia sobre la cosa pública, este tipo de distinciones adquieren un halo de insumisión civil, que honra a quienes no temen aceptarlas.
 
 
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