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CRÓNICA NEGRA

El crimen de Tardáguila

Domingo Laso de Vega era un labrador propietario de tierras, casa, pajares y dinero. Estaba casado con su prima carnal, Ramona Laso Laso, con la que tenía una hija. La pareja había contraído matrimonio el 7 de septiembre de 1940. Los dos aportaron abundantes bienes a la nueva sociedad conyugal. Según habría de explicar Ramona, este matrimonio se celebró en contra de su voluntad, por egoísmos y compromisos familiares.

Domingo Laso de Vega era un labrador propietario de tierras, casa, pajares y dinero. Estaba casado con su prima carnal, Ramona Laso Laso, con la que tenía una hija. La pareja había contraído matrimonio el 7 de septiembre de 1940. Los dos aportaron abundantes bienes a la nueva sociedad conyugal. Según habría de explicar Ramona, este matrimonio se celebró en contra de su voluntad, por egoísmos y compromisos familiares.
Un destral.
Fueron a residir al pueblo de Tardáguila, de donde Ramona era natural, a una veintena de kilómetros de Salamanca por la carretera de Toro. Su existencia era tranquila, presidida por las buenas relaciones, hasta el año 1951, en que Domingo, de una forma alarmante, se dio al juego y la bebida. A poco de esto entró a su servicio como criado de labranza un hombre joven, Lino Herrero Rodríguez, de 23 años, natural de Zamayón, que trajo el desequilibrio entre los esposos. Y esto enroscó en el corazón de Ramona el deseo vehemente de matar a su marido.
 
Siguiendo la tradición de muchos labriegos castellanos, Lino comía y dormía en el domicilio conyugal, por lo que participaba en los pormenores de la vida familiar. Esto facilitó que se entablaran relaciones sentimentales entre la mujer y el criado; se amancebaron a espaldas del marido, ajeno a lo que pasaba.
 
Las relaciones surgieron por iniciativa de Ramona, entonces de unos 36 años, "mujer extremadamente lujuriosa y de muy complicada psicología", según la sentencia que habría de dictarse contra ella.
 
El domingo 15 de octubre de 1951, y con el pretexto de enseñarle unos "moratones" que, según decía, le habían salido en la pierna, Ramona se levantó las faldas y mostró su cuerpo semidesnudo a Lino, que, ya muy trabajado por el efecto de provocaciones e insinuaciones previas, se excitó sobremanera. Consumaron allí mismo el acto carnal.
 
Ama y criado mantuvieron oculta su pasión, interrumpida únicamente unos meses en que Lino dejó de prestar servicios en la casa. Vuelto a contratar, Ramona y el joven reanudaron los apasionados encuentros; y el marido sin enterarse.
 
Domingo, envuelto cada vez más en la bebida y el juego, se vio forzado a poner en venta algunos bienes, lo que generó disgustos y mayor distanciamiento en el matrimonio. Ramona, notando extinguido totalmente el amor por su esposo y dándose cuenta de que las enormes deudas de juego acumuladas por éste llevaban camino de arruinarla, planeó el modo de matarlo, para lo que requirió la ayuda de Lino.
 
Basia Kuperman: AMANTES (detalle). 1990.Ramona planteó a su amante varias fórmulas. Una consistía en matar a Domingo y poner el cadáver en las vías del tren para simular un accidente; otra, en pegarle un tiro a la salida de una casa del pueblo donde aquél tenía tertulia con sus amigos. Una tercera posibilidad era golpearle con un destral, un hacha pequeña que se maneja con una mano para cortar leña u otras tareas de la casa, y luego hacerle pasar por encima el carro de vacas, para aparentar que había muerto atropellado. Pero ninguno de esos fabulosos planes fue puesto en práctica, debido a la resistencia del criado.
 
Mientras tanto, las relaciones entre Ramona y su marido empeoraban a medida que éste quemaba el patrimonio familiar en timbas. Las discusiones se hicieron frecuentes por la urgente necesidad de Domingo de vender un pajar propiedad de Ramona.
 
En medio de todo esto, a las 22 horas del 7 de abril de 1952, después de haber ordenado al criado que escribiera una carta a un saludador o curandero para que fuera a cuidar un buey al que el joven había picado en exceso, provocándole una herida, y tras haber cenado juntos amos y criado (Ramona, entretanto, preparaba garbanzos para la comida del día siguiente), Domingo se quedó dormido en una silla en la cocina, al amor del fuego. Según el relato del fiscal de la causa, Ramona vio llegado el momento de dar muerte a su marido, por lo que, acompañada de Lino, se dirigió por un pasillo al corral, donde recogieron el hacha pequeña, y volvieron a la cocina. Ramona empuñó el arma, se situó a espaldas de su marido, que no llegó a despertarse, y le descargó un tremendo golpe en la cabeza.
 
Lino le animó a que le diera un segundo hachazo una vez caído Domingo en el suelo, con el fin de asegurarse, cosa que la mujer hizo. No obstante, la víctima había muerto tras el primer golpe, que le provocó el estallido del cráneo, con salida casi total de la masa encefálica.
 
Ramona y Lino decidieron enterrar el cadáver en la cuadra. Así pues, lo trasladaron con una manta, cavaron un hoyo profundo y le dieron sepultura. A continuación, la mujer se encargó de limpiar las manchas de sangre de la cocina. Posteriormente se pusieron de acuerdo sobre lo que debían decir para justificar la ausencia de Domingo: lo mejor sería fingir que se había marchado de la casa para no volver. Con el fin de despejar las dudas que pudieran surgir, Lino haría un viaje a la capital, desde donde pondría un telegrama, haciéndose pasar por Domingo, con el siguiente texto: "Llegué ayer Madrid 5,30. Salgo hoy destino Lisboa. Estate tranquila. Estoy bien. Domingo".
 
A pesar de que el minucioso plan preparado por la pareja dio resultado durante casi cinco meses, el papel preponderante que en la casa empezó a tomar Lino, manejando la hacienda como si fuera suya y dándose aires de ser el sucesor del desaparecido, levantaron tales sospechas que terminaron en denuncia el 23 de agosto, por lo que comenzaron las indagaciones judiciales para averiguar el paradero de Domingo.
 
A cambio de someterse a las exigencias de Ramona, Lino había obtenido fuertes recompensas económicas, pero esto no fue bastante para mantenerlo de su parte. Ante el tribunal que les juzgó, los dos amantes, que después del crimen habían acabado separándose, posiblemente por diferencias en torno a cómo repartirse los bienes que había dejado el fallecido, o por no poder sobrellevar la culpa, tuvieron comportamientos muy enfrentados.
 
Las palabras de la mujer sonaron convincentes en el juicio. Las decía con aplomo y una expresión de gran seguridad en los ojos, pero el tribunal no debió de creerla, porque la condenó a la pena de muerte por parricidio con alevosía y, en caso de indulto (del que finalmente se benefició) a la sustitutoria de 30 años de reclusión mayor. A su cómplice, Lino, le debió encontrar un punto menos culpable, porque le condenó por asesinato a "sólo" treinta años de cárcel.
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