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CRÓNICA NEGRA

El cine da la puntilla al mayor asesino español

A Manuel Delgado Villegas, el Arropiero, le han hecho un documental que parece un crimen. Han utilizado fuentes, fotos del grupo de policías que le capturó e interrogó e incluso una excepcional entrevista que el famoso asesino, ya muy deteriorado por la enfermedad que acabaría matándole, concedió a TVE.

A Manuel Delgado Villegas, el Arropiero, le han hecho un documental que parece un crimen. Han utilizado fuentes, fotos del grupo de policías que le capturó e interrogó e incluso una excepcional entrevista que el famoso asesino, ya muy deteriorado por la enfermedad que acabaría matándole, concedió a TVE.
El Arropiero.
El Arropiero, que tomó el mote del oficio de su padre, vendedor de arropía, pasa por ser el asesino en serie de mayor calado de la historia criminal española. La película que se acaba de estrenar no sitúa a esta figura señera y odiosa dentro de su contexto, y aunque utiliza cuantos materiales encuentra, los cinéfilos no los consideran hilados, con lo cual no es arte ni parte, sino más bien un relato atosigado por el viento de la historia, renqueante y torpón.
 
Una vez más, se pierde una oportunidad dar la importancia que se merece a la preocupación por la historia criminal. En España se desprecia a los especialistas, y, por supuesto, cuando se trata de relatar un asunto de muertes, cualquiera se lanza a ello sin contar con el concurso del periodista especializado, del investigador sistemático de la violencia, del experto. Así, las películas dedicadas al crimen de los Galindos, con una brillante pero desaprovechada Lola Flores, llena de desgarro y de despiste, y al de Puerto Hurraco, con un Carlos Saura críptico y caótico, no hilan fino.
 
Uno tras otro, los guiones sobre los grandes crímenes y los grandes criminales se pierden sin provecho. En Estados Unidos, Instinto básico fue la inspiración de un director, el tino de un guionista y la consistencia de una paradoja universal en la que el llamado "sexo débil" triunfa por su inteligencia y belleza, demostrando además que el criminal tiene un rostro insólito.
 
En España se mata muy bien, pero se hace muy mal cine de crímenes. Uno de las grandes fallas es la falta de respeto por los datos y la historicidad de lo sucedido. Manuel Delgado Villegas, Manolito Villegas, el Estrangulador del Puerto, fue capturado a principios de los años setenta en el Puerto de Santa María. Era probablemente un psicópata desalmado al que la falta de preparación de la maquinaria policiaco-judicial acabó transformando en un baúl repleto de pastillas. Nunca fue juzgado, aunque se le atribuyeron cuarenta y ocho crímenes y se le probaron al menos siete, sobre los que hay pocas dudas. Era un delincuente sexual soberbio y exterminador.
 
En los tiempos de su mayor éxito como macho criminal se dejó crecer un bigote a lo Cantinflas que, lejos de darle un aire cómico, le dotaba de un aire amenazador. Era como un bandolero mejicano eternamente cabreado. Si se cruzaba con alguien que no le gustaba, era capaz de matarlo de un solo golpe con el canto de la mano, la llamada arma oculta del legionario.
 
Las mujeres eran para él siempre un objeto sexual con el que fantasear: convertía a cualquiera, aunque fuera especialmente vieja o fea, en una sirena de largos miembros y curvas mareantes. Las mataba sin dudarlo, pero viendo en su cuerpo la reencarnación de una diosa de Rubens o una musa de cuello largo. En todos sus crímenes, Manolito Villegas, que era de Sevilla, mataba a la chavala joven, mujer morena de Romero de Torres. Siempre chicas guapas, de pecho firme, con el alma hermosa y el encanto de ala de cuervo de los cabellos. Lo capturaron a raíz de la desaparición de su novia, mujer de brasero y mantilla, con un defecto mental congénito, a la que él dotaba de la quietud quebrada de los cuadros.
 
A Villegas, al que el cine le ha jugado una última barrabasada, nunca le hicieron justicia: ni le reconocieron, ni le estudiaron hasta entenderlo, ni le curaron, ni, ahora, ya muerto, que lo mató el tabaco, un asesino más grande que él, de un EPOC o síndrome pulmonar, letal como su mirada, han sabido reconocerlo como el signo de una época: el primero y más grande de los serial killers españoles, cuando en España, por decreto, no había asesinos en serie.
 
Manolito amaba la carne de mujer muerta como parte de su compleja personalidad. Una vez desnucada la cocinera, estrangulada la hippie de Ibiza, asfixiada su novia del Puerto, retrasada y gozosa, amante del campo y de los hombres, yacía con los cadáveres como si tal cosa, cubriéndolos con un plástico o un biombo de cañas y ramas. El Arropiero tuvo también encuentros con hombres que quisieron aprovecharse de su juventud y su buen estado físico, atleta loco y fumador empedernido, boxeador imposible como Legrá o Castillejo, gigoló con mal pronto al que era fácil sacar de sus casillas. Amanecían muertos como las mujeres.
 
Fue el primer criminal al que llevaron en avión a reconstruir sus crímenes, tantos y en lugares tan distantes fueron. Una vez exploradas las líneas principales de su sumario, le enclaustraron en el psiquiátrico penitenciario, y tal vez ensayaron con él una camisa de fuerza química, porque incluso dentro de sus celda intentó abusar de la asistente social. Cuando fue a verlo Rodríguez Menéndez, el abogado que más tarde sería también encarcelado por varios delitos, presentaba un aspecto lastimoso, de Robinson Crusoe de las cárceles, con barbas inmensas y enmarañadas, gesto autista y mirada ausente. Un psicópata convertido en psicótico por abandono y exceso de medicación.
 
De Villegas debieron aprender los criminólogos, los psicólogos y los expertos en seguridad y prevención. Al menos tanto como llegaron a saber los psiquiatras. Pero Manolito deambulaba por los pasillos de barrotes como alma en pena, siempre con un cigarrillo encendido y el cerebro apagado.
 
España se merece grandes cineastas capaces de hacer de los crímenes una lección histórica, con la misma ruda inteligencia que el Cela de La familia de Pascual Duarte y El bonito crimen del carabinero. Lo que mejor refleja el fracaso de la comprensión histórica de la figura delincuente es el fracaso del documental que le han dedicado al Arropiero, con bustos parlantes y cortedad de miras.
 
 
FRANCISCO PÉREZ ABELLÁN, presentador del programa de LIBERTAD DIGITAL TV CASO ABIERTO.
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