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CIENCIA

El aullido del terremoto

Dicen que la niña de 12 años Marina Maturana apreció algo inusual en el ladrido de los perros de la Isla Juan Fernández, que inspiró a Defoe su Robinson Crusoe. Dicen que Marina salió corriendo en mitad de la madrugada hasta la plaza mayor de su pueblo, y se encaramó a las campanas de la iglesia para despertar a sus vecinos. Dicen que gracias a esa acción, Marina les salvó la vida.

Dicen que la niña de 12 años Marina Maturana apreció algo inusual en el ladrido de los perros de la Isla Juan Fernández, que inspiró a Defoe su Robinson Crusoe. Dicen que Marina salió corriendo en mitad de la madrugada hasta la plaza mayor de su pueblo, y se encaramó a las campanas de la iglesia para despertar a sus vecinos. Dicen que gracias a esa acción, Marina les salvó la vida.
La peripecia de esta niña ha dado la vuelta al mundo. Con más o menos aderezos, Marina ha pasado a la historia del pequeño archipiélago del Pacífico chileno como una heroína. Al parecer, la verdadera historia es que la niña escuchó a los perros aullar, miró por la ventana de su casa, vio un movimiento inusual de las barcas fondeadas en la costa, avisó a su padre y éste alertó a sus vecinos de la inminencia de un tsunami. Para cuando la ola gigante llegó, la mayoría de la población se había puesto a salvo. Sólo nueve infortunados (entre ellos, un joven español) perdieron la vida.

La relación entre los animales y las catástrofes sísmicas es un viejo tópico de la ciencia. Los anales recogen, por ejemplo, que en el año 373 antes de Cristo los perros, las ratas y las culebras abandonaron repentinamente la ciudad griega de Hélice un par de días antes de que un terremoto devastara el lugar. Desde entonces, el ser humano ha tratado de descifrar qué mensajes ocultos emiten otros seres vivos ante la inminencia de un desastre natural. Si es que lo hacen.

El asunto se torna vital. Desde que el hombre acostumbra a vivir en asentamientos fijos, ha demostrado una insana tendencia a decantarse por terrenos extremadamente peligrosos. El abrigo de las tierras calentadas por el magma, donde los cultivos crecen más fácilmente, ha alentado en el ser humano una enfermiza querencia por vivir en las faldas de los volcanes. Los mares y los ríos nos procuran abundante alimento y facilitan el comercio, pero también nos exponen a las crecidas, los maremotos y las inundaciones.

Las cosas siempre han sido así, y siempre lo serán. Hasta el punto de que jamás deberíamos decir que existen los desastres naturales: los desastres son humanos.

Sabedor de la inevitabilidad de las catástrofes, el hombre ha pretendido predecirlas. Pero algunas de las más destructivas fuerzas de la naturaleza, como los terremotos, no responden a patrones aprehensibles. Surge así la superstición, el deseo poco contenido, la ilusión de que otras bestias puedan ayudarnos en la tarea. De que ellas sí estén dotadas de las herramientas que la naturaleza nos ha negado. De que ellas sí vean, olfateen, presientan el peligro.

Las regiones del planeta más comúnmente sacudidas por los seísmos, como Japón, han tratado de encontrar la conexión entre algún comportamiento extraño de los animales y las sacudidas de la Tierra. Pero esos empeños han fracasado sistemáticamente. No es posible establecer con certeza un patrón científico que dé cuenta de esta supuesta realidad.

Desde 1970, el Servicio de Investigación Geológica de Estados Unidos ha realizado varios experimentos en esa dirección. Ninguno ha arrojado resultados concluyentes. A pesar de todo, la casuística, el anecdotario particular de cada desgracia, no deja de dar noticias que avivan el misterio.

Ha ocurrido ahora en Chile, ocurrió en Sumatra en el tsunami de 2004, sucedió en Japón en 2003, cuando un médico local sorprendió a la comunidad científica con un catálogo de ladridos que los perros sólo emiten en situaciones de peligro sísmico inminente (su estudio no ha sido validado posteriormente). También ocurrió en China en 1973, cuando las autoridades de Haiecheng decidieron evacuar la localidad a pesar de no tener registros sismográficos adversos sólo porque los perros se estaban volviendo locos. Tres días después, un terremoto asoló la zona pero la población se salvó al completo. Andando el tiempo se descubrió que los técnicos de Haicheng habían utilizado en realidad registros de vibraciones de la corteza terrestre emitidos por los sismógrafos y acudido al comportamiento errático de los animales como arma persuasiva que esgrimir ante la ciudadanía.

Aun así, muchos organismos oficiales chinos continúan anotando el comportamiento de los perros y elaborando mapas de riesgo sísmico con los datos obtenidos.

Lo más probable es que, en realidad, los perros y otras bestias reaccionen de maneras muy variadas a estímulos de distintas intensidades (hambre, estrés, frío, etc.). En la mayor parte de los casos, las variaciones de comportamiento fuera del patrón habitual pasan inadvertidas. Sólo cuando un desastre nos conmueve y obliga a buscar una explicación, nuestra memoria nos devuelve aquel ladrido, aquel movimiento incontrolado, aquella galopada inusual... y el cerebro hace el resto: ideando una relación causa efecto que en realidad no existe.

Ningún dato científico nos permite establecer la existencia de una sola de las premisas necesarias para que el fenómeno de predicción animal fuera real. Ni los animales pueden percibir informaciones naturales previas al terremoto que a nosotros se nos escapan, ni pueden emitir señales distintas a las habituales ante ese estímulo. Sin estímulo ni capacidad de respuesta, la idea de que el ladrido de un perro pueda alertarnos de un tsunami no es más que una creencia mágica. Bendita creencia, en cualquier caso, para los afortunados vecinos de Marina Maturana.
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