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VUESTRO SEXO, HIJOS MÍOS

El amor es una urgencia biológica

Queridos copulantes amorosos: Quedamos en que nuestra especie no llevaba, en principio, la monogamia en sus genes; pero la naturaleza, decidida a dar a la humanidad la oportunidad de dejar de hacer el mono y bajar de los árboles, aplicó, con una severidad de madre abadesa, algunas medidas drásticas en lo tocante al sexo.


	Queridos copulantes amorosos: Quedamos en que nuestra especie no llevaba, en principio, la monogamia en sus genes; pero la naturaleza, decidida a dar a la humanidad la oportunidad de dejar de hacer el mono y bajar de los árboles, aplicó, con una severidad de madre abadesa, algunas medidas drásticas en lo tocante al sexo.

Primero ocultó el celo. Bien, ya se podía negociar el polvete en vez de enseñar el trasero a unos y a otros hasta aburrir. Pero se ve que la capacidad para negociar el sexo no era suficiente. Convenía atar la pareja con lazos más poderosos y duraderos para disuadirla de infidelidades, y así surgió el amor. El amor compartido mantiene a los enamorados relajados y ajenos a otras expectativas sexuales que pondrían en juego la estabilidad de la familia. Si observamos el efecto del enamoramiento en la pareja humana, vemos enseguida que anula en gran medida la infidelidad. Hasta los sultanes tienen una favorita que desplaza del lecho nupcial al resto del harén. Igual que los actores, los futbolistas y los millonarios, que, aunque podrían disponer de muchas mujeres, la mayoría de ellos acaban enamorados y casados, al menos durante un tiempo.

Según el sociobiólogo Edgard O. Wilson, las emociones ligadas al sexo, reconocibles en todas las culturas humanas y desconocidas para nuestros parientes los chimpancés, nos llevan a creer, razonablemente, que el amor sexual y la satisfacción emocional de la vida familiar humana se basan en mecanismos capacitadores de la fisiología del cerebro. "Si es un instinto, tiene que haber un factor hereditario que dé lugar a un cambio físico o químico en nuestros cerebros cuando nos enamoramos". Si es un instinto, el amor se añadió al sexo como un refuerzo, pero luego resultó ser un invento tan genial que lo superó.

En una investigación publicada hace poco en el Journal of Neurophysiology, realizada por expertos de la Universidad Estatal de Nueva York, se practicaron resonancias magnéticas cerebrales a individuos enamorados mientras se les mostraba la imagen de la persona amada. Algunas zonas del cerebro respondieron vigorosamente al estímulo, lo cual parece confirmar que el amor ha evolucionado como instinto. Sin embargo, la zona del cerebro implicada está asociada a los mecanismos de motivación y recompensa y no a las emociones o a los instintos, ni siquiera al sexual. De hecho, se halla muy alejada de la zona que regula la atracción sexual. Parece más bien un estado de urgencia biológica (no sé qué demonios es eso) diferente y mucho más fuerte que el deseo sexual. Desde el punto de vista neurológico, está más cerca del hambre o la ansiedad que del estado emocional propio del afecto o de la excitación sexual.

Pero ¿cuáles son los mecanismos que se ponen en marcha en nuestro cerebro, y por qué?

La oxitocina es una hormona que, además de servir para fabricar orina y otras ordinarieces por el estilo, está muy ligada al sistema reproductor. Se libera durante el coito, estimula la contracción de los músculos uterinos durante el parto, está implicada en la secreción de la leche y es responsable, en parte, de las ataduras entre madres e hijos. Bueno, pues parece que el amor está estrechamente ligado a la oxitocina y a los receptores cerebrales de esta hormona. Esto se ha descubierto comparando los ratones de campo con los de monte. Los primeros forman parejas encantadoras que se miran a los ojos. Los machos son celosos, monógamos y cuidan a las crías. En cambio, los ratones de monte son muy cerriles, no se acuerdan ni de con quién hicieron las cochinadas y a los machos les importan un pito las crías. Pues bien, los ratones de campo tienen en el cerebro muchos más receptores de oxitocina que los ratones de monte. Y esto es curioso: si se bloquean los receptores de oxitocina en los ratones de campo, cambian sus patrones de conducta y se acaban los buenos modales y la poesía.

Seguramente la oxitocina es responsable de esa cualidad adictiva que aparece en el enamoramiento. Los expertos dicen que esta hormona, liberada durante el coito, activa, probablemente, receptores en la zona cerebral del limbo para conferir un valor de refuerzo selectivo y duradero en la pareja.

Ya, todo eso está genial pero, ¿qué me decís de Dante? ¿Por qué la gente sufre los arponazos de Cupido sin haberse comido una rosca ni haber liberado oxitocina en el coito? Seguramente hay mecanismos anteriores que producen expectativas y preparan para el amor, y esas expectativas toman cuerpo ante el objeto amoroso y se exacerban durante el cortejo. Por eso el amor depende tanto de la cultura.

Reconocemos la existencia del amor a través de los siglos, desde la tumba del Neolítico que fue descubierta en Mantua en 2007 en la que yacía una pareja de esqueletos entrelazados en un abrazo, pasando por los cantares de la Biblia, los escritos de los poetas clásicos, la corte de Leonor de Aquitania, el Romanticismo, etc. Siempre sobreviviendo y resurgiendo una y otra vez, por encima del embrutecimiento, la ignorancia, la mugre, las guerras y la peste. Porque raro ha sido el momento histórico en el que se ha fomentado el amor. Más extraño resulta que sobreviva después de haber pasado, durante el siglo XX, por revoluciones socialistas, feministas y sexuales que se dieron el gustazo de masacrar sistemáticamente toda sensibilidad romántica o amorosa, porque la relación de dependencia mutua y la exigencia de fidelidad hacían del amor un poder contrarrevolucionario que tocaba mucho las narices.

¿Queréis enamoraros profundamente? Margaret Mead se refiere a algunas tribus de los indios de las llanuras americanas que desarrollaron los lazos entre marido y mujer más explícitamente y más personalmente que ningún otro grupo primitivo. El cortejo podía durar años y la novia era cortejada, incluso después del matrimonio, durante semanas antes de que la unión sexual fuera completa. Debía de ser una experiencia inefable, porque los viejos y bravos guerreros evocaban con nostalgia esas primeras noches de matrimonio, aún sin consumar, cuando permanecían despiertos hasta el amanecer sólo hablando amorosamente con sus jóvenes esposas. Quizá hoy día no tengamos la cultura ideal para incitar, exacerbar y conservar el amor. Apenas existe cortejo o noviazgo, y la gente reparte sexo a diestro y siniestro sin conseguir ni pretender que arraigue una relación amorosa estable y gratificante. Lo sé, soy anticuada.

Pero también hay individuos que parecen genéticamente inmunes al amor. Quizá porque no han conocido el poder seductor de mis hoyuelos, allá por el Jurásico, o porque el amor no cumple, realmente, con la condición de universalidad que se requiere a los instintos. Pero eso es lo que ocurre también con otros instintos que se le suponen al ser humano, y que están superados por la cultura.

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