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GASTRONOMÍA

Del 'roast-beef' al 'fish and chips'

Dicen quienes saben, o deben de saber, de esto que el hombre, con la edad, va disminuyendo sus apetencias carnívoras. No sé qué decir: tengo amigos sesentones que, en cuanto tienen la menor ocasión, se apuntan a un chuletón al estilo tradicional, que veo que comen con placer, y no digo que con gula porque nadie sabe muy bien qué es eso de la gula.


	Dicen quienes saben, o deben de saber, de esto que el hombre, con la edad, va disminuyendo sus apetencias carnívoras. No sé qué decir: tengo amigos sesentones que, en cuanto tienen la menor ocasión, se apuntan a un chuletón al estilo tradicional, que veo que comen con placer, y no digo que con gula porque nadie sabe muy bien qué es eso de la gula.

Yo nunca he sido demasiado partidario del chuletón clásico. Me he comido unos cuantos, más cuando era joven, que es cuando haces un montón de cosas no porque te gusten especialmente sino porque dan una especie de patente de hombría, como daba en mi juventud fumar, beber o comer carne prácticamente cruda lejos del País Vasco. Sin embargo, me gusta la carne. Pero más que cocinada de una manera, digamos, presocrática, me gusta hecha de la que estimo la más noble forma de presentar una buena pieza de buey: convertida en roast-beef.

El roast-beef es una de las tres aportaciones de la cocina inglesa a la gastronomía universal; pero, a diferencia de la salsa Worcestershire (Lea & Perrins) y el gin & tonic, no procede de la India, sino que es típicamente británica, un gran legado de la época de los Tudor.

Bien, roast-beef. Hay que planificarlo bien. De primeras, hay que pensar con quién se comparte. Un buen roast-beef, como un gran vino, necesita que quienes lo saboreen sean capaces de apreciarlo en todo lo que vale, gastronómica e históricamente. Decidido este punto, y comprobado que en la bodega tenemos el vino adecuado, será el momento de hacerse con la materia prima.

¿Lo mejor? Lomo. De buey, por supuesto. Diría que Hereford, o Charolais. De los de casa, el rubio gallego. Si muge con acento porteño, Angus-Aberdeen. Hoy es fácil encontrar lo que se quiera, pero lo mejor es tener un carnicero de confianza, cultivarlo y dejar que se encargue él de conseguirnos estas exquisiteces.

Bien, llegado el día de autos, limpiamos nuestra pieza, de unos dos kilos y medio de peso (el roast-beef se obtiene de piezas de buen tamaño, y no importa nada que sobre, al contrario), de grasas externas y retales, dejándola impecable también en las formas. Aceitado y salpimentado su exterior, la depositamos en una bandeja de horno provista de una rejilla –para evitar el contacto de la carne con el fondo–. Y al horno, que teníamos preparado a 250 grados.

Dejamos así las cosas unos diez minutos, hasta que se formó una costra exterior. Bajamos la temperatura a 180 grados... y lo dejaremos hacerse. El tiempo ideal está entre 25 y 30 minutos por kilo. En cuanto estimamos que le había llegado la hora, lo dejamos descansar en el mismo horno, pero abierto y apagado. Para la salsa recordamos que no la hay mejor para una carne que su propio jugo, que desglasamos con un caldo hecho con los recortes y alguna verdurita.

Cuando le llegó el turno, lo presentamos en bandeja. Luego lo llevamos a una mesa auxiliar, donde con un cuchillo especial para trinchar –que debe usarse sólo para este menester–, y ayudándonos de unas pinzas para ir separando las lonchas, lo fileteamos en rodajas de entre uno y dos centímetros de grosor.

El aspecto, espectacular, desde el marrón oscuro de la costra al rojo intenso del corazón, pasando por toda la gama de rosados. Al corte, gotas de jugo, nunca de sangre. La salsa, en salsera. Como guarnición, un puré de patatas hecho, al estilo de Robuchon, con mucha generosidad en la mantequilla. El Borgoña, decantado una hora antes. Y el inevitable recuerdo a aquella Inglaterra de los Tudor, la carnívora Inglaterra de Enrique VIII, a cuya memoria brindaremos, que lo cortés no quita lo valiente.

Perfecto. Y, en mi caso, con secuela: la segunda vuelta.

Al día siguiente corté el resto del roast-beef en lonchas más finas, no tanto como un fiambre pero cerca, pongamos medio centímetro. Puse unas lonchas en un plato, con unos pepinillos y unas cebollitas en vinagre (no escatimen en la calidad de estas cosas, no vale la pena en ningún sentido), y al lado un poco de mostaza de Dijon a la antigua, potente en sabor pero prudente en picor, y un poco de la pasta resultante de mezclar con agua mostaza Colman's, inglesa, que no se corta un pelo a la hora de encender la boca.

Una Guinness, fresca, no helada... y segundo capítulo, perfecto para hacer callar a quienes sigan opinando que no hay segundas partes buenas.

Lo que uno se pregunta después de llegar a los cielos gastronómicos con un buen asado de buey es... ¿cómo es posible que el mismo pueblo que inventó la gloria del roast-beef se haya convertido en un devorador de corderos en salsa de menta y de abadejo convertido en fish and chips? No encaja, ¿verdad? 

 

© EFE

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