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MEMORIAS ERRÁTICAS

De un imperio a otro

El Japón moderno suele presentarse al viajero occidental como un enigma. Uno que le interesa descifrar. Tanto, que ha dado para escribir muchos libros, con posterioridad a los mordaces comentarios de Michaux, que anduvo por allí en los treinta. Sin haberme impregnado de ese tipo de literatura, y llevando en mi bagaje sólo la afición por Basho y otros poetas antiguos, la primera impresión, a la llegada, me la dieron los relojes. No porque estuviera obsesionada por la pérdida del mío. En el puerto de Yokohama había relojes por doquier, y eso, tras una Rusia que dormitaba en un tiempo que no era oro, señalaba el regreso a nuestra época.

El Japón moderno suele presentarse al viajero occidental como un enigma. Uno que le interesa descifrar. Tanto, que ha dado para escribir muchos libros, con posterioridad a los mordaces comentarios de Michaux, que anduvo por allí en los treinta. Sin haberme impregnado de ese tipo de literatura, y llevando en mi bagaje sólo la afición por Basho y otros poetas antiguos, la primera impresión, a la llegada, me la dieron los relojes. No porque estuviera obsesionada por la pérdida del mío. En el puerto de Yokohama había relojes por doquier, y eso, tras una Rusia que dormitaba en un tiempo que no era oro, señalaba el regreso a nuestra época.
Losada pasó del Imperio Rojo al del Sol Naciente. (Lienzo: J.E. McKinley).
O una incursión en la siguiente. El Japón urbano, para un europeo de entonces, estaba más cerca de la ciencia-ficción que del Viejo Continente. Pasamos de un imperio a otro y del pasado al futuro.
 
El grupo del Transiberiano, recién desembarcado del Baikal, se deslizó desorientado por el nuevo territorio. Un señor, que resultó ser un pianista coreano, estaba esperando a la chica danesa. A él nos enganchamos, y tras él fuimos en fila india a cambiar moneda a la ventanilla de un banco, única presencia que a las cinco de la tarde, que allí era noche cerrada, daba la bienvenida al viajero. Nada como el dinero para poner los pies en la tierra.
 
Durante la travesía desde Najodka el mar se había portado bien. No hube de tragarme la pastillita para el mareo que entregaban al subir a bordo, aunque a punto estuve de hacerlo tras cometer la osadía de cortarme el pelo en el barco. La peluquera, mujer enérgica, me había librado de la mayor parte. También me produjo algún vahído enterarme de que al californiano, por quien sentía yo afición, le esperaba en Tokio su novia japonesa. No lo confesó hasta el último momento. El chico quería ser escritor. No puede uno fiarse de la gente de letras.
 
Cualquier parecido entre el Japón actual y el de los samuráis, pura coincidencia.Tres japoneses, amigos de la novia de David, aparecieron en su busca y nos recogieron a Augusto y a mí, más dos franceses. En la trasera de su furgoneta recorrimos un paisaje industrial sin solución de continuidad, desde Yokohama a Tokio. Apiadados de nuestro desamparo, nos condujeron a un albergue juvenil, que estaba lejos del centro pero cerca de un parque. Dados los precios imperantes, era un lugar barato.
 
La única otra huésped del dormitorio femenino, todo literas, era una mujer mayor. En cuanto me vio me empezó a hablar. No asimiló que yo no podía entenderla, y pasé parte de la noche escuchando cómo debía cocerse el arroz. Había que lavarlo una y otra vez, y luego... sabe Dios. No me dejó hasta convencerse de que lo había aprendido. Exhausta, pude librarme al fin de la buena señora, que, según me dirían después, se refugiaba allí de las borracheras de su marido.
 
Desde los ventanales del dormitorio se veían los gigantescos rascacielos de la ciudad. Me pregunté si habría ido a parar a una Nueva York del Extremo Oriente y si encontraría en alguna parte el Japón del que había leído, o sea, el del siglo XVII. La absurda pretensión del turista.
 
Tokio tenía sus rarezas y sus rincones, pero de entrada apabullaba con su extensión y su densidad. Los edificios eran ultramodernos. Por las anchas avenidas circulaban veloces automóviles. La gente iba vestida con una corrección y recato que ya no se estilaba en Occidente, y salía y entraba en torrentes, sin atropellarse, de las bocas de metro.
 
Tokio.En la plaza que concentraba varios grandes almacenes, pantallas enormes emitían publicidad. En los ascensores de aquellos, dulcísimas voces femeninas le daban a uno la bienvenida y las gracias: Arigato, única palabra que conocíamos.
 
Muchas personas se fijaban en nosotros y sonreían. A veces inclinaban la cabeza, y nosotros respondíamos del mismo modo. Entonces volvían a saludar, y nosotros igual. Ignorantes de las reglas de cortesía imperantes, hacíamos el idiota. Pero a los japoneses parecía divertirles nuestro desconcierto. Teníamos la impresión de que sonreirían hiciéramos lo que hiciéramos. No eran sonrisas condescendientes, pero concluimos que se nos permitía todo porque éramos extranjeros, pobres bárbaros, en fin. Pero las sonrisas no traían un acercamiento. Ay, el idioma.
 
Compramos un minúsculo manual: "Hable japonés, qué fácil, qué rápido", decía. Aseguraba que, para un español, el japonés, por su fonética, no ofrecía dificultad. Había coincidencias de las que había que precaverse. Vaca, por ejemplo, quería decir tonto. Y taberna: que no coma. Canalla era nombre de persona. Uno aprendía en él a decir cosas como "eres muy linda, de veras" o "el pescado, ¿no le gusta?". Usamos otras expresiones para interrogar a un viandante sobre una dirección. Nos entendió, pero no entendimos su respuesta. Clásico.
 
En el metro no coincidimos con los hombres de guantes blancos que apretujaban al gentío. Los viajeros con asiento se relajaban y dormitaban. Felices ellos. En los pasillos de una estación nos perdimos, preguntamos a un señor si hablaba inglés y dijo que sí, pero ahí se acabó. Supuse que a David, que quería trabajar de profe de inglés, no le iba a faltar el trabajo. En un vagón, en cambio, un viajero nos abordó al oír que hablábamos español. Desde entonces, tuvimos más cuidado con lo que decíamos.
 
La comida japonesa era una de las primeras asignaturas para el turista accidental. Augusto y yo empezamos mal. Deseosos de hacer uso de la cocina para los huéspedes del albergue, nos aprovisionamos una noche de sopas instantáneas y alguna otra cosa. Todo era tan picante que no lo pudimos comer. Los del albergue se partieron de risa. Habíamos comprado, sin saberlo, en una tienda coreana.
 
Cristina Losada acabó hasta las narices de sushi.El momento clave del aprendizaje era el sushi, y los japoneses que conectaban con el turista se apresuraban a invitarle a probar el plato, con orgullo en unos casos y con algo de Schadenfreude, diría yo, en otros. Tomamos el primer sushi en el bar de un centro comercial, al que nos llevó la novia de David.
 
Lo mejor del bar de sushi era ver cómo cortaban el pescado y componían los rollitos de arroz y otras delicatessen. Estéticamente el resultado era admirable. Pasamos sin problemas aquel primer sushi, pero a medida que nos fueron invitando a más desarrollamos alguna repugnancia, y no por desagradecidos. En los centros comerciales los restaurantes ofrecían en el escaparate réplicas en cera de sus platos. Eran magníficas. Por guiarme por su estética pedí una vez un plato que no pude comer. Tampoco logré saber qué era.
 
En el comedor del Museo Nacional, tras admirar las bellísimas pinturas antiguas y las armaduras de los samuráis, pasamos el momento más humillante. No estábamos sino nosotros y dos japoneses de aspecto universitario. Tras vernos comer, uno se levantó y le indicó algo a la camarera. Ésta nos trajo cuchillo y tenedor. Nuestros benefactores nos sonrieron, y les dimos las gracias disimulando el orgullo herido. Tampoco era la primera vez que comíamos con palillos, ¿tan mal lo hacíamos? Vive Dios que sí. En toda Asia tratarían de enseñarme.
 
Agotados de metrópoli, visitados los museos y el parque imperial, decidimos movernos a Kioto. Queríamos ir en autostop, pero recapacitamos y subimos a un autobús.
 
 
– Capítulo 1: La escapada.
– Capítulo 2: De París a Moscú.
– Capítulo 3: Una noche en el Metropole.
– Capítulo 4: Entrada en Siberia.
– Capítulo 5: Trueque en el Transiberiano.
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