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CIENCIA

De lunas, corales y hombres

Este sábado la Luna flotará a 355.126 kilómetros de la Tierra: no volverá a estar tan cerca en todo 2012.


	Este sábado la Luna flotará a 355.126 kilómetros de la Tierra: no volverá a estar tan cerca en todo 2012.

Como su errar por el Cosmos no es regular, el satélite se aproxima y se aleja rítmicamente, jugando a bailar con nuestro planeta, al que siempre muestra la misma cara. El momento de máxima cercanía entre dos cuerpos se llama perigeo, justo lo contrario del apogeo. Cuando coincide el perigeo con la fase de luna llena, los científicos hablan de una noche de superluna, el momento del año en el que el misterioso astro de color de queso se muestra más grande... a los ojos de un telescopio. Porque, a simple vista, los seres humanos no somos capaces de diferenciar el cambio de tamaño de la Luna en los diferentes puntos de su recorrido. A menos que nos dejemos sugestionar por el influjo de las noticias, que en ocasiones es mucho más poderoso que el mismísimo influjo de Selene.

Es muy probable que esta noche sabatina muchos miremos al cielo buscando entre las nubes de borrasca la luz del satélite e imaginemos que es mucho más grande de lo normal, hasta el punto de llegar a creérnoslo. A pesar de la inconsistencia de su influjo sobre nosotros, la Luna ha arrimado a su alrededor una plétora de leyendas, mitos, cuentos y creencias con ello relacionadas. La Luna ha estado presente en las noches más oscuras de la humanidad, dando luz al Homo sapiens, siempre aterrorizado por las sombras, iluminando caminos, haciendo más llevaderos los fríos nocturnos. Es el adorno más grande del cielo. Estremece mirarla aún hoy día a ojos desnudos. Todavía más, contemplarla con unos simples prismáticos para descubrir las formas familiares que produce su sucesión de cráteres. No puedo evitar disculpar cualquier miedo, cualquier anhelo, cualquier leyenda irracional que gire entorno a este satélite hermano, cercano, brillante.

La luna llena, por ejemplo, ha sido sistemáticamente relacionada con el crimen, el suicidio, la enfermedad mental, los accidentes, el ciclo menstrual de las mujeres, los nacimientos. Aun con fenómenos más irracionales, como la licantropía o el vampirismo, o terriblemente incomprensibles, como los intentos de relacionar sus fases con el devenir de las acciones en el mercado de valores. A lo largo de centurias, los fabricantes de mitos han fijado sus miradas en la peculiar coincidencia entre el ciclo menstrual de las mujeres y las fases lunares. En realidad, ambos ritmos son ligeramente dispares. El femenino rige aproximadamente cada 28 días, aunque es evidente que varía de una mujer a otra y a lo largo de la vida de cada mujer. La Luna sigue un ritmo consistente e inalterable de 29,53 días. Estas sutilezas escapan, sin embargo, al entendimiento de la mente primitiva gestante de los primeros mitos lunares. Como también escapó el detalle de que existen unos cuantos centenares de mamíferos en la naturaleza cuyas hembras no parecen recibir señal fertilizadora alguna del satélite.

Mucho mejor les hubiera ido a los mitólogos de Selene si, en lugar de fijar su creatividad en la mujer, hubieran atendido al destino de los corales. Porque sí, existe una especie a la que parece influir el devenir aparente de la Luna sobre el firmamento: los arrecifes de coral. Una vez al año, en primavera, siempre después de un episodio de luna llena, millones de corales parecen ponerse de acuerdo para expulsar una nube de esperma y óvulos en una ceremonia sinfónica estupefaciente. El coral, una especie animal única, carente de cerebro y de ojos, parece saber cómo coordinar sus ciclos reproductivos con las fases lunares, y debe de ser capaz de sincronizar ese conocimiento con el resto de sus congéneres.

Las razones íntimas de esta coreografía sexual fueron un misterio hasta que en 2007 un equipo de científicos pareció haber descubierto un mecanismo de actuación: la genética. El culpable es un gen, conocido como Cry2, que, tras arduas investigaciones, se reveló capaz de acelerar su actividad según la cantidad de luz lunar que reciba. Así lo han demostrado las investigaciones de científicos australianos e israelíes sobre la Gran Barrera Coralina de Australia, en concreto sobre la especie Acropora, y publicadas en la prestigiosa revista Science.

El gen Cry2 parece responsable de una increíble habilidad de los corales: detectar diferentes tonalidades de luz azul y generar, en virtud de esas luminosidades, una catarata de reacciones bioquímicas únicas en la naturaleza. Aunque los estudios se realizaron sólo sobre una especie coralina, parece evidente que este fenómeno afecta también a otras muchas familias. Basta contemplar el espectáculo inaudito que se produce en una misma semana en casi todos los arrecifes: los corales abriendo espasmódicamente sus bocas, dejándose agitar los brazos por las corrientes y esparciendo por doquier una nube de esperma rosáceo cargado de vida futura. Parece magia, pero es ciencia.

El espectáculo lleva produciéndose millones de años. Las primeras colonias de arrecifes puede que daten del Oligoceno (hace 30 millones de años). Sin embargo, su peculiar manera de reproducirse sexualmente sólo fue presenciada por ojos humanos en la década de los 80 del siglo XX. Lo que nadie podría imaginar entonces es que esta práctica estuviera tan íntimamente relacionada con la Luna.

¿Qué conexión puede existir entre el satélite natural de la Tierra y los genes del coral? Sin duda, el ansia de supervivencia. Muchos biólogos creen que algunos de los animales y plantas que hoy habitan el planeta han heredado una estrategia evolutiva pergeñada en eras precámbricas. Por aquel entonces (hace más de 550 millones de años) la Tierra recibía una radiación ultravioleta del Sol mucho mayor que la actual, de manera que muchos organismos hubieron de diseñar hábiles estrategias para protegerse de los perniciosos rayos del astro rey. Una de ellas pudo ser la de esconderse en las profundidades marinas durante el día, a salvo de la luz asesina, para aflorar a aguas más templadas y superficiales en la noche. Para ello se valían de una familia de proteínas altamente sensibles a la luz conocida como criptocromos. Estas proteínas están relacionadas con los ritmos circadianos de muchos animales, es decir, las variaciones de estado de alerta entre el día y la noche de algunas especies de mamíferos, incluida la humana.

En esencia, los criptocromos actuaron como ojos para aquellos animales que carecían de estos órganos en el Precámbrico: les advertían cuándo era de día (y por lo tanto era fatal exponerse a la luz solar) y cuándo había llegado la inocua noche.

Los corales han heredado esta facultad, que en parte también conservamos los humanos. No en vano, a pesar de su forma tan ajena a la antropogenia, aquéllos comparten con nosotros una cantidad increíblemente grande de material genético: ambas especies gozamos de un número de genes y proteínas muy parecido. Muchos de estos genes se originaron en la noche de los tiempos, cuando no existían humanos ni corales, pero han permanecido inalterados, transmitidos de generación en generación, como vectores de la evolución, demostrando que humanos y corales compartimos los mismos ancestros en el seno del océano primigenio de la vida.

Claro que eso no quiere decir que corales y humanos tengamos las mismas costumbres, nos reproduzcamos de idéntica manera, comamos lo mismo ni, por supuesto, nos sintamos igualmente influidos por la luna llena.

Imaginemos que las mujeres humanas realmente experimentaran algún ciclo de fertilidad similar al de los corales y que quedara en evidencia en su periódica menstruación. ¡Qué horrible intervención habríamos producido en la evolución de las especies al inventar la bombilla! ¡Qué desaguisado evolutivo sería el que los humanos estemos expuestos cada vez a más horas de luz artificial nocturna, compensando sin duda los efectos sutiles de la Luna sobre nuestros criptocromos y comprometiendo gravemente la supervivencia del género Homo!

En realidad, suena ridículo que tamaña mitología esotérica, tan prolífica fuente de literatura mágica, que relaciona las fases de la Luna con los ciclos femeninos, proceda simplemente de una casualidad cósmica. El periodo formal de la Luna dura 29,53 días, el menstrual de la mujer, alrededor de 28. También suena ridículo, por otro lado, que dicha supuesta influencia se asiente sólo sobre el caso de la hembra de Homo sapiens, supino rasgo de antropocentrismo o wishful thinking pernicioso. Los periodos de estro o disponibilidad sexual en otras especies de mamífero dejan poco espacio a la búsqueda de un patrón lunar coherente. Podemos encontrar un ciclo sexual de 28 días en las zarigüeyas, sí; pero las similitudes se derrumban pronto: las cobayas, 11 días; las ovejas, entre 16 y 17; las cerdas, entre 20 y 22; las vacas, 21; las monas macacas, entre 24 y 26; las chimpancés, 37, y las ratas sólo 5 días. Ni siquiera el argumento esgrimido de que la inteligencia y la socialización humanas favorecieron la adaptación del ciclo menstrual femenino al devenir lunar tiene sentido: de ser así, la idea pondría a las zarigüeyas en un escalón evolutivo bastante más avanzado del que le corresponde.

Aun así, el poder mágico de la Luna parece residir en la tentación casi inevitable que han tenido los seres humanos durante toda su existencia de relacionar al satélite con el comportamiento incompresible de sus congéneres. Ése y no otro es el auténtico encantamiento lunar. Y quizás a él nos entregaremos también los seres humanos en la noche brillante del perigeo.

 

PS: Desentraño éste y otros misterios lunares en Las mentiras de lo paranormal, editado por Libros Libres.

twitter.com/joralcalde

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