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VUESTRO SEXO, HIJOS MÍOS

De gustibus non est disputandum

Queridos copulantes: Como los humanos tenemos los instintos un poco flácidos, la vida es un largo aprendizaje. No hay más remedio que aprenderlo todo: a comer con cubiertos, a hacer pis en el retrete –y a lavarnos las manos después–, a peinarnos y a aparearnos.


	Queridos copulantes: Como los humanos tenemos los instintos un poco flácidos, la vida es un largo aprendizaje. No hay más remedio que aprenderlo todo: a comer con cubiertos, a hacer pis en el retrete –y a lavarnos las manos después–, a peinarnos y a aparearnos.

Una experiencia que nos impresiona fuertemente y nos produce un impacto inolvidable, desproporcionado con el hecho que lo causó: he aquí una de las maneras de aprender. Se llama aprendizaje traumático. Todos nosotros hemos aprendido algo de esa forma. La señora Lola, la Pescueza (tenía varias sotabarbas), había recibido una coz de mula cuando era pequeña y una noche sí y otra también recibía una coz exactamente igual, en una pesadilla recurrente. Dicen que el gato escaldado del agua fría huye, y es muy cierto, porque los animales también sufren este tipo de aprendizaje.

Pero la mayor parte del aprendizaje lo hacemos a través de otro tipo de impresiones, a las que estamos expuestos constantemente. No son impactantes, se pueden olvidar fácilmente y quedan integradas en nuestra conducta. Todo lo que hacemos cada día tuvo una primera vez que no dejó una huella particular.

Antiguamente se usaba el aprendizaje traumático en las escuelas. Se decía que la letra con sangre entra; y, aunque sea una salvajada, es una gran verdad. Si un asunto, por muy banal que parezca, se rodea de drama y se monta un pollo, será recordado mucho mejor. A un niño se le atizaba un coscorrón, se le ponían las orejas de burro y quedaba hecho polvo; pero, mira, por fin aprendía la tabla del siete. Era como un atajo.

Hay otro aprendizaje indeleble e impactante, pero positivo. A través de él, se desarrolla una afinidad muy conveniente con alguien. Esta experiencia se llama grabación, y es la que une a la madre con el hijo y a una hembra con un macho en las parejas monógamas.

Los sentimientos que acompañan al fenómeno de la grabación en los humanos se llaman amor. Hay periodos especialmente sensibles para este tipo de aprendizaje tan conveniente. Muchos pollitos están programados para seguir a su madre nada más salir del cascarón. Normalmente, es el primer objeto que ven; pero si ella no está, los patitos pueden creer que su madre es cualquier objeto que se mueve: por ejemplo, el niño del granjero. Se trata de un asunto penoso porque los animales necesitan los lazos de unión con su madre no solamente por los cuidados y la comida, también para saber a qué especie pertenecen y para poder escoger en el futuro a su pareja.

Un animal criado por padres adoptivos de otra especie no es capaz de acertar con el compañero de cama adecuado. Los que se crían en cautividad sin contacto con los de su especie pueden creer que los cuidadores son parejas potenciales. En el momento del celo, una hembra de panda criada en soledad ignora al macho que le han traído del otro extremo del mundo y ofrece el trasero a su cuidador o cuidadora. Estos fenómenos se llaman malgrabación. Ahora me acuerdo del caso de un pastor de mi pueblo que tenía una cabra que... pero, ejem, será mejor dejarlo.

Los humanos tenemos nuestros fenómenos de grabación. Tal como lo entiendo yo, la vida es como una autovía con glorietas. Las glorietas son como los periodos sensibles en los que el individuo está programado para quedar impresionado. Uno puede girar por la glorieta y, ¡zas!, por alguna razón toma el camino equivocado y queda malgrabado para siempre. Por ejemplo, durante el primer año de vida, el bebé establece un vínculo con su madre. Desgraciadamente, un niño criado sin amor –por ejemplo, en una institución para huérfanos–, aunque esté bien atendido, puede sufrir carencias psicológicas, quedar mal socializado y ser incapaz de establecer fuertes vínculos familiares durante su vida adulta.

En la pubertad atravesamos otro periodo sensible, en el que experimentamos los primeros síntomas del fenómeno sexual de la formación de pareja. Los primeros enamoramientos son ensayos efímeros que forman parte del proceso de desarrollo de los vínculos amorosos. Uno llega a la glorieta y prueba varias salidas antes de encontrar su camino. Esta etapa es importante para que funcione bien nuestra parte afectiva el resto de nuestra vida. Pero a veces algo sale mal. Un amor de la infancia puede ser tan intenso como para que un individuo busque en su pareja similitudes con la primera grabación sexual. Así es como el bello fantasma del primer amor puede hacer fracasar un matrimonio, igual que el feo fantasma de la suegra o el suegro, que se entromete cuando alguien pretende identificar a su cónyuge con su progenitor del sexo contrario y dice eso de (¡horror!) "Mi madre no haría tal cosa". Eso se llama confusión de lazo.

Para algunos individuos, la primera experiencia sexual tiene efectos aberrantes desde el punto de vista psicológico. Es el caso del fetichismo. Este fenómeno es una de esas rarezas de la mente humana absolutamente sorprendentes. Aparece cuando un individuo, en su primer orgasmo –casi siempre espontáneo o en soledad– queda sexualmente fijado a un objeto inanimado que se halla presente. La inmensa mayoría de la gente pasa de largo por delante de este camino equivocado y escoge la ruta acertada, pero para unos pocos, quizá por cierta especial intensidad de la ocasión, toda la fuerza grabadora de la formación de pareja lo une sexualmente para siempre con un artilugio que, para el resto del mundo, no guarda relación alguna con el sexo.

Aunque cualquier cosa puede convertirse en fetiche, algunos materiales tienen más éxito que otros. Las pieles, el cuero, el terciopelo, etc. Un fetichista puede ruborizarse ante un par de zapatos de tacón como si estuviera ante una mujer sexy. Comprendo que los afectados tienen un problema serio, pero, para un observador, sus historias resultan curiosísimas y, a veces, encantadoras.

El doctor Tordjman cita el caso de una profesora de inglés, madura y de mucho carácter, que tenía un orgasmo cada vez que veía un par de gafas en las que se reflejaba la luz. A veces se sentía tentada de colocar unas gafas en esa posición, como quien se masturba, pero lo pasaba mucho mejor cuando el efecto se producía sin su intervención, como si las gafas le hicieran el amor por su cuenta.

Desmond Morris describe el caso de un joven que tuvo su primer orgasmo asomado a la ventana justo en el momento en que pasaba por la calle una figura que cojeaba. Cuando se casó, sólo se entonaba cuando su esposa llegaba a la cama con muletas. Y digo yo que por qué no se casó con una coja auténtica.

Desmond Morris escribió, en el año 69, El zoo humano. En este libro explicaba estas cosas de la grabación o malgrabación sexual. En aquella época los científicos no tenían ni idea de corrección política y decían ingenuamente lo que pensaban, sin más. Y Morris pensaba, entre otras cosas, que la homosexualidad es una importante forma de malgrabación. De la homosexualidad hablaré en otro momento; por ahora, sólo diré que de gustibus non est disputandum.

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