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MEMORIAS ERRÁTICAS

De extra en Hong Kong

El Baikal tardaba tres días en cruzar el charco que separa Japón de Hong Kong, y aquel diciembre las aguas estaban movidas. El estado de la mar se deducía de la proporción de viajeros que acudían al comedor, que estuvo lleno hasta la bandera al principio, con amplios huecos a estribor y a babor después y desértico a mitad de travesía. Sólo un puñado de pasajeros se sentía con fuerzas para abandonar el catre. Por una vez, y sin que sirviera de precedente, yo estaba entre ellos.

El Baikal tardaba tres días en cruzar el charco que separa Japón de Hong Kong, y aquel diciembre las aguas estaban movidas. El estado de la mar se deducía de la proporción de viajeros que acudían al comedor, que estuvo lleno hasta la bandera al principio, con amplios huecos a estribor y a babor después y desértico a mitad de travesía. Sólo un puñado de pasajeros se sentía con fuerzas para abandonar el catre. Por una vez, y sin que sirviera de precedente, yo estaba entre ellos.
A bordo del BAIKAL, con el profesor Yas y una joven del equipo de tenis.
Me mareaba como el que más, pues a pesar de que soy de puerto nunca he tenido la gracia del mar que perdió el marinero de Mishima. Pero un instinto me impulsaba a no desaprovechar la comida por la que había pagado. Los gallegos, ya se sabe. Aunque no miramos la pela, nos puede la memoria genética de la privación. Jajá.
 
Entre mareo y mareo trabé amistad con los estudiantes japoneses que iban a jugar un campeonato de tenis a Hong Kong y con Yas, un profesor de la Universidad de Tokio que desde su jubilación se dedicaba, junto con su esposa, a los cruceros. Duchos en esos avatares, no se perdieron una sola comida. Ni tampoco las distracciones nocturnas que ofrecía el barco.
 
En el salón, adornado con guirnaldas navideñas, los japoneses jóvenes se destaparon como hábiles bailarines de rockandroll y música disco. Habían tomado lecciones y, sobre todo, le echaban mucha voluntad. A mí, por ser occidental, me tenían por experta, y al mareo por el cabeceo del barco vino a añadirse el que procuraban los giros y piruetas en la pista de baile. Pero no podía defraudarles.
 
Celebraciones por el cambio de año en Hong Kong.Cuando amainó el temporal, el pasaje, más o menos entero, más o menos pálido, salió a cubierta a recobrar fuerzas con el azote de la brisa y a hacerse las fotos para la posteridad. Me enteré de que el Baikal permanecería en el puerto varios días, convertido en pensión para quienes lo desearan. El precio era aceptable y decidí asegurarme la cama, aunque fuera flotante, durante los primeros días en Hong Kong.
 
Llegamos en vísperas del día de Fin de Año. Augusto, que llevaba allí casi diez días, fue a esperarme al muelle. Hacía un tiempo primaveral, muy de agradecer tras el invierno húmedo de Japón. El Baikal ancló en el puerto de la isla Victoria, la mayor de las que componen Hong Kong, y para ir a la parte continental, Kow Loon, tomaba los barcos del Star Ferry.
 
El exiguo espacio de Hong Kong se había aprovechado al máximo con la construcción en altura, pero entre los imponentes rascacielos de todas las edades que lo ocupaban uno encontraba pequeños reductos de la antigua ciudad, con enjambres de casas deterioradas y puestos callejeros en los que los cocineros preparaban in situ la comida en sus grandes woks y la servían en las desvencijadas mesas de que disponían.
 
Esas calles eran las más bulliciosas. Pero tampoco estaban mal pobladas aquéllas ocupadas por una miríada de pequeños comercios que vendían cámaras, teléfonos, radios, joyas y sedas, cada uno especializado en lo suyo.
 
Abundaban las tiendas dedicadas a la venta de hierbas y otros productos de los que se sirve la medicina tradicional china. Nos intrigaban, sobre todo, las que ofrecían a la puerta, colgados del techo como jamones, unos patos disecados a los que parecía haberles pasado una apisonadora por encima, salvo por la cabeza. En imaginar qué hacían con ellos ocupamos muchos ratos.
 
Autobuses rojos... y tranvías verdes. De dos plantas también, of course.En un mercado uno podía ver a un encantador de serpientes de la India y asistir al despiece de una tortuga, espectáculo poco grato a los sensibles estómagos occidentales. Y, un poco más allá, a un monje budista que hacía su entrada en un templo a paso tan lento que había que observarle un rato para cerciorarse de que se movía.
 
Entre el ajetreo del comercio y la variedad de razas y religiones circulaban, venidos de otro mundo, los autobuses rojos de dos pisos típicos de Londres. Augusto, que ya se había pateado la ciudad, me llevó a un bar de ingleses que era lo más parecido a un bar de los nuestros que había podido encontrar, poblado de los clásicos bebedores habituales.
 
Pasamos la noche de Fin de Año de 1980 en una discoteca, de donde salimos con acopio de tarjetas de visita de paquistaníes e indios deseosos de hacer, alguna vez, un negocio con dos españoles. No hubo forma de convencerles de que no pensábamos dedicarnos a la importación de ninguno de los productos con que comerciaban. El business era la vida de Hong Kong.
 
Augusto ya se había cansado de la ciudad, y el primer día del año montó en un avión con destino a Manila. Quedamos en vernos allí. El Baikal iba a levar anclas y me puse a buscar otra pensión en tierra firme. Fue así como aterricé en la Travellers Pensions, una de las muchas que con ese nombre se ofrecían al viajero de bajo presupuesto por todo el Sureste Asiático.
 
La tal pensión se hallaba en un edificio hormiguero llamado Chung Kin Mansion. Era un rascacielos de los viejos, en el que había de todo. Pequeñas tiendas, diminutos restaurantes, oficinas siniestras y algún que otro burdel. La Travellers estaba regida por unos vietnamitas y constaba de varios dormitorios, tamaño habitación normal, con literas. Me asignaron un dormitorio ocupado por extranjeros, casi todos los cuales vivían desde hacía tiempo en la ciudad.
 
Había un finlandés que se ganaba la vida dando clases de inglés. Uno de sus clientes era un indonesio propietario de un restaurante, al que me llevó un día para que probara sus especialidades. Otro fijo de la habitación era un americano que disfrutaba de una beca para el estudio de las religiones asiáticas.
 
Bruce Lee se quedó con las ganas de hacer una peli con Cristina Losada.Peter, que así se llamaba, era aspirante a escritor, ¡otro más!, aunque éste aspiraba a poeta, y una noche nos enredó a todos los del cuarto para que escribiéramos poesía colectivamente, como hacían los antiguos poetas japoneses cuando se reunían. El resultado no pasaría a la historia de la literatura.
 
Peter solía trabajar de extra en las películas que se rodaban en Hong Kong, donde había una industria del cine floreciente. Les gustaba contar con caras occidentales. Por mediación suya hice mi primera aparición en la pantalla. Se trataba de una escena en un avión para una serie de una televisión local. Mi papel era mudo, pero tuve el honor de que me sentaran al lado del protagonista.
 
El rodaje de aquella escena intrascendente duró muchas horas, y ello me convenció de que hacer cine no era lo mío. No sé si salí en la serie o si cortaron la escena, pero me pagaron lo estipulado. Quién sabe si por mi poca paciencia me perdí una carrera en el cine hongkongués. Si hubiera hecho de extra en una de Bruce Lee me lo habría repensado.
 
Otra liada de Peter consistió en llevarme a una fiesta que daban en un templo musulmán, para que, además de enriquecerme con la experiencia pintoresca, pudiera comer gratis. Me tocó, como es lógico, entre las mujeres, que no hablaban inglés pero fueron amables, aunque, eso sí, me pusieron un chal para cubrirme la cabeza. Traté de seguir las recomendaciones del americano, que en realidad se reducían a una: no comer con la mano izquierda. No lo he dicho, pero se comía con la mano. Eran sijs de la India. Si cometí alguna incorrección, lo que es seguro, por suerte no se enteraron.
 
 
– Capítulo 1: La escapada.
– Capítulo 2: De París a Moscú.
– Capítulo 3: Una noche en el Metropole.
– Capítulo 4: Entrada en Siberia.
– Capítulo 5: Trueque en el Transiberiano.
– Capítulo 6: De un imperio a otro.
– Capítulo 7: Por palacios y pensiones.
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