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EN LA MUERTE DE SANTI SANTAMARÍA

De enemigo de la patria a "discrepancias puntuales"

"Lo tengo difícil, porque a mí ya me gusta más comer que cocinar, y para esa profesión no hay nombre, así que, técnicamente, ni siquiera tengo desempleo", bromeaba un feliz Santi Santamaria en la rueda de prensa en la que daba a conocer en Singapur a los medios internacionales a sus celebrity chefs.


	"Lo tengo difícil, porque a mí ya me gusta más comer que cocinar, y para esa profesión no hay nombre, así que, técnicamente, ni siquiera tengo desempleo", bromeaba un feliz Santi Santamaria en la rueda de prensa en la que daba a conocer en Singapur a los medios internacionales a sus celebrity chefs.

Santi Santamaria, Tetsuya Wakuda, Guy Savoy, Daniel Boulud, Mario Batali, Wolfgang Puck y Justin Quek respondían a la pregunta de una periodista india sobre qué les gustaría ser de no ser cocineros. Tras las palabras de Santamaría nos dispersamos para recorrer, en plan tapeo, seis de esos siete restaurantes.

En el Santi, ubicado en el hotel Marina Bay Sands, estamos en la cocina. Santamaria me pregunta si conozco el comedor. Ante mi respuesta negativa, me dice: "Ven". Salimos de la barra y, allí mismo, se detiene, me mira, me dice: "Me está dando un bajón...", y se desploma.

Todo, a partir de ahí, resultó inútil para reanimarlo: los masajes cardíacos de nuestro compañero Mikel Zeberio, la larga –eterna– espera por una ambulancia, el traslado.

Los españoles –entre otros estaban Carlos Maribona y Juanma Bellver– estábamos acongojados. Nadie nos decía nada: la fiesta debía seguir. La noticia del óbito de Santi nos llegó... ¡desde España! También llegaban las primeras reacciones. Nuestra rabia iba creciendo de forma exponencial, en primer lugar por el ocultismo interesado del hotel, en segundo lugar por lo que iba viniendo de España.

Les propongo un breve ejercicio de memoria. En mayo de 2008 muchos cocineros y críticos españoles cerraron filas ante lo que calificaron de ataque, de sabotaje, al presunto creciente prestigio universal de la cocina española, confundiendo el todo con la obra de un cocinero concreto, Adrià. Yo escribía en esas fechas:

Santi Santamaria ha expresado una opinión personal sobre la cocina, cosa que tiene perfecto derecho a hacer, como cualquiera en un país libre, y esa opinión, que por lo demás ya era bien conocida, ha sido tomada como un ataque a las esencias patrias.

Se le insultó. Se le declaró enemigo de la patria. Se le atacó desde todos los ángulos, incluyendo la grosería que es, siempre, aludir al físico.

Se le amenazó con la condenación eterna –"Jamás le perdonaré", afirmó un conocido crítico–, poco menos que se pidió un auto de fe culinario patriótico en la Plaza Mayor, en el que Santamaría ardiese en la hoguera. Y a quienes, sin apoyar sus tesis, defendimos su derecho a expresarse se nos expulsó del presunto paraíso, se nos condenó a las tinieblas exteriores.

Ahora resulta que la herejía, el atentado a los valores patrios, no eran más que "discrepancias puntuales". De puntos suspensivos, supongo... Ahora todos esos, en vez de dedicarse a estar guapísimos calladitos, se ven en la obligación de decir que no era tan malo, aunque algún crítico especialmente cruel con Santi haya hecho encaje de bolillos para combinar el elogio con la crítica. De vergüenza.

Claro que más vergonzoso ha sido llamarle "mala persona": eso sólo puede hacerlo esa mutación patógena de detritus social que vierte sus vómitos en un diario nacional que nadie se explica cómo los acoge.

Sí, a Santi le gustaba comer. Más todavía, comer con los amigos, y yo era uno de ellos. Sabía compartir: los vinos dignos de dioses que hemos bebido sabían mejor, decía él, porque los bebíamos juntos. Compartimos mesas, copas –mira que le gustaban los negroni, pero también los gin & tonic bien hechos–, sobremesas, conversaciones largas, profundas, sobre un montón de asuntos: Santi era una persona culta, sabía hablar, sabía escribir, sabía convencer... Daba gusto estar con él, porque iba mucho más allá de la cocina. Y mira que en la cocina llegó lejos.

Pero lo suyo no era mediático. Lo suyo no era destruir todo para partir de cero: era partir de mejorar lo que había, pero en el huerto, en el bosque, en el corral, en las barcas de arrastre... Santi quería lo mejor: la mejor trufa, sí, pero también el mejor tocino de papada, la mejor anchoa.

Defendía el sabor por encima de todo: a un restaurante, decía, se viene a gozar, no a pensar. Pero esta postura no llena congresos gastronómicos, es decir, no da dinero fuera del circuito productos-cocinero-comensal; bien es verdad que sólo la presencia garantizada de Adrià es capaz de llenar un auditorio.

Qué pena que, cuando nació la polémica, se quisiera zanjar eliminando al polemista, en lugar de montando un foro de discusión. Pudo haber miedo, porque polemizar con Santamaria no estaba al alcance de cualquiera. El caso es que se prefirió demonizar a confrontar datos y opiniones.

Y hoy nos hemos quedado sin un gran amigo, algunos, y sin un grandísimo cocinero, todos. A su hija Regina le va a tocar mantener encendida la llama, alta la bandera. Para ella, para Angels, su madre, para Pau, su hermano, y para el recién nacido nieto que nunca conocerá a su abuelo, todo nuestro cariño.

Santi queda en el recuerdo y, sobre todo, donde quedan los amigos: en ese reservado rinconcito del corazón donde guardamos lo más entrañable. Pero, la verdad: hubiéramos preferido no ser los últimos en hablar con él, o al menos haber esperado muchos años –¡sólo tenía 53!– para hacerlo.

 

© EFE

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