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MEMORIAS ERRÁTICAS

De blanco y negro, el Dux y el Pedro's

No sé si duró un mes o un mes y medio, pero aquel período en Christchurch quedaría grabado en la memoria siempre poco fiable de mi época viajera como uno de los más brillantes. Frustrados mis proyectos, la rueda de la fortuna me puso a las puertas de dos restaurantes, y en ellos entré de camarera sin lamentarlo.

No sé si duró un mes o un mes y medio, pero aquel período en Christchurch quedaría grabado en la memoria siempre poco fiable de mi época viajera como uno de los más brillantes. Frustrados mis proyectos, la rueda de la fortuna me puso a las puertas de dos restaurantes, y en ellos entré de camarera sin lamentarlo.
De la necesidad puede hacerse virtud. Y esta segunda incursión en el pandemónium hostelero venía además con la ventaja de que la hacía sola y sin tutelas. Ni el amargado Hugo ni su estresante mujer ni Jim ni ningún otro viejo conocido iban a darme la lata ni durante ni después del trabajo.
 
El primero de los restaurantes que me dio empleo era el vegetariano más chic de la ciudad, el Dux de Lux. Se encontraba en un lugar privilegiado, el antiguo comedor de la primigenia sede de la universidad, entonces reconvertida en centro de arte. Era un salón rectangular y espacioso, de paredes recubiertas de madera oscura y ventanales altos, en el que había espacio para un pequeño escenario con un piano de cola. Los fines de semana, un pianista amenizaba las cenas.
 
Había conocido a uno de los socios del Dux en Nelson, y cuando fui a pedirle trabajo me alistó enseguida. Yo tenía un visado de turista y legalmente no podía trabajar, pero había conseguido un número fiscal. ¿Cómo? Bueno, no es cosa de desvelar esos pequeños trucos. Salvo en regímenes totalitarios que todo lo controlan, las burocracias suelen presentar huecos por los que colarse.
 
La maître del vegetariano era flaca, bajita y mandona. Sucintamente me informó de los horarios y las reglas básicas del negocio, entre ellas ésta: había que vestir de blanco y negro. Lo importante eran los colores; lo demás, as you like. Pero cuando aparecí con un pantalón blanco y una blusa negra puso mala cara. La mayoría de las camareras iban al revés, abajo negro y arriba blanco. Mi pantalón de seda china, mercado otrora en Hong Kong, me distinguía del resto, y eso no le gustaba, pues allí la única que debía diferenciarse era ella.
 
Pero tragó. Yo sólo trataba de ahorrar. No hubo transacción posible con los zapatos: las gastadas botas masculinas que yo llevaba eran insuitables. Por algo el local se apellidaba "de Lux".
 
A comedor grande, cocina pequeña. En la del Dux se hacinaban las cocineras, pinches y lavaplatos, todas mujeres. No había gritos ni tacos, sino canciones de cuna, o eso me parecía a mí, cuando del bullicio del comedor entraba allí por la puerta batiente. Una puerta para tomar con calma y con reflejos, si no quería uno darse de bruces con la que venía en dirección contraria. Todo el servicio eran mujeres; el único elemento masculino empleado era Andrew, el pianista.
 
Detalle de una comanda del Dux de Lux.La calma chicha de la cocina me ponía nerviosa. Prefería al chef Hugo soltando rayos y truenos que a aquellas cocineras, eficientes pero de sangre de horchata. ¿Por influencia de la comida vegetariana? Entonces yo no comía carne, y no me afectaba de ese modo. Debía de ser el estilo del lugar. La cocina de aquellas mujeres, algo entradas en años y en carnes, constaba de sopas contundentes y versiones vegetarianas de platos conocidos de todo el mundo, como la musaka griega o el chili sin carne. Eran platos de peso, con mucho queso y cantidad de nata. Cuando se acababa el sarao, nos sentábamos a cenar los restos del banquete, y después, como digestivo, ejercicio. Una vez despejadas las mesas, las camareras debíamos pasar la aspiradora por el local. Esto le dejaba a uno para los restos después de varias horas de trajín continuo, sin un minuto para tomar aliento.
 
En Nelson me las había arreglado para llevar, a lo sumo, tres platos a la vez, uno en cada mano y otro apoyado en un antebrazo; en el Dux de Lux había que utilizar bandejas para todo, y pesaban como el plomo. En el Pedro's tendría que afrontar otra prueba. Era éste el único restaurante español de la ciudad. Su dueño llevaba años en NZ, pero seguía conservando el acento y los modismos madrileños.
 
El local estaba en un primer piso, y a él acudía lo mejorcito de la sociedad de Christchurch. Pedro me informaba, a veces, de los importantes cargos que ostentaba tal o cual cliente. Las noches del fin de semana no era inusual que aparecieran gentes de tiros largos; los hombres iban de smoking y las señoras con modelos que podían haber birlado del armario de la reina de Inglaterra. Las camareras no teníamos que llevar uniforme y yo me ponía mi único vestido, uno que me había hecho yo misma y cuyos defectos sólo se apreciaban por el revés.
 
El secreto de la cocina de Pedro’s residía en dos ingredientes: aceite de oliva y ajo. Sus chuletas de cordero eran uno de los platos más solicitados. El cordero procedía de la tierra kiwi, pero con el toque del ajo y del aceite resultaba exótico. Sólo por aquellos dos elementos podía deducirse que el restaurante era español, pues no había en la decoración ningún elemento folclórico.
 
Lo que me traía de cabeza en aquel restaurante eran las guarniciones. Las camareras llevaban los platos, y luego debían pasearse con una fuente de barro cargada de verduras y servir una ración a cada comensal. La fuente pesaba lo suyo, y para servir había que utilizar cuchara y tenedor. Más de una vez, viendo cómo se me escurrían de los dedos la cuchara, el tenedor o la guarnición misma, Pedro, nervioso, salía de la cocina y hacía mi trabajo.
 
Aquella vida nocturna entre el Dux y Pedro's, unas noches allí y otras allá, me gustaba. Hablaba con mucha gente, pero luego volvía tranquilamente a mi retiro, y tenía el día libre para mis correrías, que solían acabar en el Botánico, un remanso donde se podía comer y leer sin interferencias. Seguía pensando en el cine, pero ya sabía que aquella afición sólo podía desarrollarla en Australia. A cambio, me codeaba con los artistas, o aspirantes a serlo, que se movían en torno al Arts Centre: Robin, el fotógrafo, Dave, que hacía teatro, o Andrew, el pianista.
 
Dave organizaba guateques en su pequeña y desordenada vivienda, con la intención, según decía, de que sus amigos encontraran pareja. Cocinaba una enorme cantidad de espaguetis a la boloñesa, y los invitados ponían la bebida. Luego sacaba guitarra, tambores y algún otro instrumento, y se hacía música o algo parecido.
 
En una de aquellas fiestas la gente se puso en trance merced a unos hongos secos que decían que eran alucinógenos, pero sólo resultaban tóxicos, y una chica leyó un poema sobre Aotearoa, nombre maorí de Nueva Zelanda. Era un texto rebosante de melancolía por el paraíso que se había perdido con la llegada de los británicos a las islas. A la mujer le caían las lágrimas mientras lo recitaba. El resto escuchaba, solemne y pensativo. La lírica llorosa mató la diversión. Eran preferibles los granjeros hippies con su excéntrica rusticidad que los hippies de ciudad con su sentimentalismo.
 
 
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