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CHUECADILLY CIRCUS

Cursiladas olímpicas

Los aguafiestas nunca descansan. Como cada cuatro años, este verano hemos sufrido con paciencia y compasión la sempiterna lluvia de diatribas y censuras varias a las Olimpiadas –todas– por su falta de "espíritu olímpico". A eso los castizos le llaman confundir el culo con las témporas.

Los aguafiestas nunca descansan. Como cada cuatro años, este verano hemos sufrido con paciencia y compasión la sempiterna lluvia de diatribas y censuras varias a las Olimpiadas –todas– por su falta de "espíritu olímpico". A eso los castizos le llaman confundir el culo con las témporas.
José Antonio Samaranch, con unas olímpicas gafas,
¿En qué se diferencian Michael Phelps y el Barón de Coubertin? En que el primero se gana el dinero con el sudor de su frente, mientras que el segundo lo heredó de su familia y, como se aburría, decidió montar un chiringuito para que él y sus amiguetes pasasen el rato.
 
Para mí que el francés, admirador del cristianismo muscular, una moda inglesa que provocó estragos psicológicos entre la clase dirigente de aquel país (lean Los Maia, de Eça de Queirós, y verán), fue el primer buenista. Como eso de morir por la patria en el campo de batalla no era para él, se sacó de la manga el cuento de la paz, la comprensión y la hermandad universales por medio del deporte para señoritos:
(...) juegos para una élite (...) una élite de espectadores, de gente sofisticada (...) Lo importante es participar.
Esto último lo repitió en una grabación que le hicieron para inaugurar los Juegos de Berlín delante de Hitler. Fue entonces cuando surgió la llama olímpica, que recorrió Europa de este a oeste, más o menos la ruta que siguieron los ejércitos alemanes en la Segunda Guerra Mundial pero al revés. No es de extrañar que, mediados los años ochenta del siglo pasado, el COI se hubiera convertido en "una reunión de comunistas presidida por un fascista español", que decían algunos medios ingleses. El español se fue, los comunistas siguen.
 
Pijos musculosos, perfectos nazis, bolcheviques ideales y gimnastas chinitas tramposas: estos son los auténticos hijos del espíritu olímpico tal y como lo entienden algunos, y no los chicos de barrio que se dedican al deporte para sacarse unas pelas y que compiten por y para ellos, no por su país o en nombre de una ideología.
 
Siguiendo con la historia de Coubertin, el simpático aristócrata con delirios de grandeza consiguió la ayuda del rey de Grecia y de su primo, el káiser alemán, y unos cuantos millones de un filántropo alejandrino. Con eso montó su megafiesta en Atenas, con la flor y nata del pijerío europeo y de las universidades de Harvard y Princeton, para celebrar el descubrimiento de Olimpia, desenterrada por unos arqueólogos alemanes unos años antes. Allí corrieron un poquito, nadaron tapados de pies a cabeza y estrenaron unas bicicletas chulísimas que habían hecho para la ocasión. También jugaron a espadachines, rememorando los torneos de sus ancestros (los de origen plebeyo se conformaron con el levantamiento de pesas), y practicaron el tiro, porque un caballero nunca viaja sin pistola. Los más modernos jugaron al tenis ("Chico, ¡qué hierba más mala! La próxima vez me traigo al jardinero de papá"), y los más cultos a la lucha greco-romana, pues es bien sabido que el boxeo es deporte de criados.
 
Creo que a estas alturas casi huelga decir que cualquier parecido entre aquella estupidez pijo-pastoril y lo que hacían los griegos de la antigüedad es pura coincidencia. Los Juegos Olímpicos (o la Guerra de Olimpia, en su traducción del original) eran un festival religioso, deportivo, artístico y comercial que duraba cinco días, de los que tres se dedicaban a hacer unas estupendas barbacoas con los bueyes sacrificados a Zeus. Las mujeres no eran bienvenidas, y si pillaban a alguna la mataban arrojándola por un acantilado. Se cuenta que la madre de un boxeador se coló vestida de entrenador, y cuando su hijo ganó la prueba pegó tal grito que fue descubierta: fue indultada, aunque a partir de entonces también los entrenadores tuvieron que ir desnudos. Coubertin simplemente les prohibió participar, porque pensaba que una mujer no debía sudar en público.
 
El sprint, que al principio fue la única prueba que celebraban los griegos, se resolvía a base de patadas, zancadillas y algún que otro tortazo. Después introdujeron la carrera con escudo y armadura, así que imagínense ustedes lo pacífico que era todo aquello. Narices machacadas y piernas rotas, muy edificante y supercaballeroso, mucho más que ahora. También había lucha, boxeo (con tiras de piel curtida alrededor de los nudillos para hacer más daño) y lucha integral, en la que se permitía todo, incluidos el estrangulamiento y el destripamiento. Las peleas se solían saldar con la muerte del perdedor, y en no pocos casos con la del vencedor. También morían en las carreras de cuadrigas, una especie de coches de choque pero a lo bestia. ¿Y todo eso a cambio de qué? La gloria para el ganador y su familia. La ciudad era lo de menos.
 
Me pregunto cuánto tiempo habrían durado Coubertin y los suyos como espectadores de aquello. Apuesto que a las primeras de cambio –por ejemplo, al comprobar que entre los competidores había agricultores y pescaderos– se habrían desmayado del susto. "¡Qué ordinariez!". Por no mencionar el mariconeo, pues en aquellos lares deporte y sexualidad eran inseparables. Al final resultará que lo más parecido al auténtico espíritu olímpico son los Gay Olympics, celebrados este año en la ciudad de Barcelona. Tienen razón Ann Coulter, Fernando Sánchez-Dragó y mi hermana: "Estos mariprogres son una panda de machistas".
 
José Tomás.La paradoja estriba en que los juegos contemporáneos se parecen cada vez más a los antiguos, pero sin machismo, racismo u homoerotismo obligatorio. Además, los deportistas de ahora duran más años, y los que pierden reciben su medalla de consolación o un diploma olímpico. Igual que antes, los entrenadores son quienes cortan el bacalao, y el deporte de elite es, como antaño, una actividad muy lucrativa. Ricos y pobres, listos y tontos se esfuerzan por llegar más alto y más lejos y de paso comprarse un Mercedes, como los toreros de antes. Que a éstos, que se juegan la vida, les echen piropos y a los deportistas les insulten revela un nivel de sadismo bastante preocupante, casi tan terrible como el de los espectadores de Olimpia. Adivina adivinanza: ¿en qué se diferencian José Tomás y Michael Phelps? En que Michael vivirá para contarlo.
 
Por lo demás, la distinción entre amateurs y profesionales fue una sandez más de Coubertin, quien prohibió a los remeros profesionales participar en las regatas para que no vieran a sus amigos desnudos en el vestuario (y se partieran de risa al comparar). Fue a partir de la introducción de criterios empresariales –patrocinios, donaciones, etc.– que el deporte se democratizó y abrió a todas las clases sociales, igual que en Grecia. Allí, los entrenadores invertían dinero propio y ajeno en sus atletas y luego lo recuperaban organizando competiciones por la región. Ahora es lo mismo, pero a nivel global y con derechos de televisión.
 
Por cierto, lo de que las Olimpiadas traían consigo una tregua universal es un embuste inventado por el COI y propagado por los soviéticos para que no les echasen en cara la invasión de Afganistán. La célebre paz consistía en un salvoconducto para los atletas y los espectadores. Ahí quedaba todo.
 
¿Y el doping? Entonces no había. Se ponían hasta arriba de drogas y a nadie se le ocurría protestar. Dada la brutalidad reinante, no me extraña que recurrieran a brebajes para aguantar los golpes. El tongo también lo inventaron los griegos, así como las multas por saltarse las reglas. Lo que no se hacía entonces era comprar los votos de los jueces ("Tú país gana esta prueba y el mío la otra"), ni pujar por el lugar de celebración de las competiciones. Pero vamos, que, como hemos visto, tampoco es que los antiguos fueran un dechado de virtudes. ¿Quién fue uno de los deportistas más laureados de los Juegos de la Antigüedad? El emperador Nerón, que no era griego, sino un invasor romano.
 
Mercantilismo, exhibicionismo, temeridad.... y valor, esfuerzo, esperanza, resistencia al dolor y heroísmo. Y también derrota y aceptación de las propias limitaciones. Al menos, ahora el fracaso no se paga con la vida. ¡Viva las Olimpiadas! ¡Abajo los coubertin de todos los partidos!
 
 
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