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MEMORIAS ERRÁTICAS

Curry no, pato tampoco

Si tuviera que elegir una entre las grandes ciudades por las que pasé en aquel viaje me quedaría con Hong Kong, por su variedad y su efervescencia. La sombra que proyectaba China sobre aquel crisol asiático y occidental apenas se percibía entonces. Sólo tenía yo un problema en Hong Kong, un problema menor pero fastidioso: la comida. No porque no hubiera restaurantes de todos los tipos, chinos, en primer lugar, claro está. Los había a millares. Incluso había algunas, y bien tentadoras que eran, marisquerías flotantes. Pero el turista con poco dinero se ve obligado a frecuentar otros circuitos.

Si tuviera que elegir una entre las grandes ciudades por las que pasé en aquel viaje me quedaría con Hong Kong, por su variedad y su efervescencia. La sombra que proyectaba China sobre aquel crisol asiático y occidental apenas se percibía entonces. Sólo tenía yo un problema en Hong Kong, un problema menor pero fastidioso: la comida. No porque no hubiera restaurantes de todos los tipos, chinos, en primer lugar, claro está. Los había a millares. Incluso había algunas, y bien tentadoras que eran, marisquerías flotantes. Pero el turista con poco dinero se ve obligado a frecuentar otros circuitos.
Y ahí empezaban los líos, por culpa del idioma. Pues, contra lo que pudiera pensarse, no todo el mundo hablaba inglés en la colonia británica. No lo hablaban, desde luego, los que regentaban los comederos más económicos. Allí había que entenderse por señas, y descubrí que las que para un occidental querían decir una cosa, no querían decir lo mismo para un chino. Y si no fuera así, no podría explicar por qué no conseguía que me dieran de comer lo que pedía.
 
Llegaba al puesto callejero o a la casa de comidas barata y señalaba un hermoso pato laqueado que tenían por allí, a fin de que me pusieran algunas briznas de su carne en el arroz de rigor. Y nada. No me ponían el laqueado sino otra carne, de aspecto menos apetitoso. ¿Por qué? ¿Acaso el pato aquel era sólo un reclamo publicitario? Peter, el americano de la Travellers, no supo darme una respuesta satisfactoria.
 
Una tarde en la que me podía el hambre, estando en la pensión, Peter me recomendó que fuera a otro piso de la Chung Kin Mansion donde ejercía un buen cocinero, arreglado de precio. Allí fui. Era un chino viejo y amable, tocado con un gorrito, que no hablaba una palabra de inglés. Le pedí un chop suey, pero se me ocurrió decirle, escarmentada como estaba del curry tras mi visita al templo musulmán, que no le echara ese condimento. "Curry, no", le repetí, haciendo señas de negación con la cabeza.
 
Cuando fui a recoger el condumio, apestaba a curry. Había sido una estupidez insistir en lo del curry. El hombre había entendido tanta negación como afirmación. Y es que, ¿a quién se le podía ocurrir que un chop suey llevara curry? No había sido el viejo el errado, sino yo. Peter me vio tan descompuesta que lavó el chop suey bajo el grifo para quitarle en lo posible aquel sabor.
 
Decidida a comer algo decente, me fui una vez a un restaurante. La carta estaba en chino. El camarero no parlaba otra cosa, y por no liarla más pedí a voleo algo de la carta. Resultó ser una sopa dulce que, según me dijeron después, era medicinal y se tomaba como postre. ¡Menos mal que era medicinal! Mientras la comía veía con envidia cómo, a mi alrededor, a las familias chinas les llenaban las mesas de platillos deliciosos. Allí vi por primera vez las mesas con disco giratorio en el centro, mecanismo que permitía que todos los comensales tuvieran acceso a los platos. Y yo, con la sopa boba de plato único.
 
En Hong Kong descubrí también otro invento: el walkman. Es difícil hacerse ahora a la idea de lo que supuso aquel aparatejo cuando apareció. Era, como suele decirse en estos casos, una revolución. La música se vertía directamente al oído. Uno estaba inmerso en ella. Dentro de una cápsula musical y, al tiempo, en la calle, en el autobús, en el barco. Peter me prestó su walkman y su música. Y, abducida por los para mí extraños sonidos del grupo B52, veía a los honkongueses como si formaran parte no de la realidad, sino de alguna película cómica. Ellos me verían a mí, seguramente, como uno más de aquellos locos occidentales que andaban sueltos por allí.
 
Recorría la ciudad siguiendo los consejos de mis compañeros de cuarto. Sólo los desoí en una ocasión, en que me pudo la curiosidad. Me habían advertido de que no entrara en la Walled City, la Ciudad Amurallada, barrio que se tenía por territorio de la delincuencia y las mafias, que desde aquel nido extendían sus tentáculos por los bajos fondos. Yo no me lo creí del todo, y allí fui.
 
Era un recinto de casuchas bajas y pobres, por cuyas puertas entreabiertas atisbé alguna cara que volvía en seguida a las sombras. Pasé por allí aparentando aplomo,  que en esas coyunturas casi vale tanto como tenerlo de verdad, y fuese por una causa o por otra, nada ocurrió. Tal vez no era yo presa codiciable. O era peor la fama que la realidad. Años después, las autoridades ordenaron demoler el barrio entero.
 
Una tarde fui con Peter de excursión a una de las islas más pequeñas, en la que había un monasterio budista que él conocía. Llegamos al atardecer, y desde el muelle teníamos aún un trecho largo de camino, todo cuesta arriba. Era un sendero difícil y pedregoso, y ascendíamos lentamente por él cuando cayó la noche. Nunca mejor dicho que cayó.
 
Fue como si hubieran tirado un manto oscuro sobre nosotros. No había farolas, no había luna, no había estrellas y, en suma, no se veía nada de nada. Nos quedamos a ciegas, y de no haberlo tomado a broma habríamos sucumbido al pánico. A tientas pudimos llegar hasta el monasterio, donde nos dieron algo de comer, vegetariano, y una celda donde dormir para cada uno.
 
Aeropuerto de Manila.La campana estaba a punto de tocar. Había pasado tres semanas en Hong Kong y el tiempo apremiaba. Había pedido un permiso sin sueldo en el trabajo, se acercaba el fin de la escapada y no había vislumbrado siquiera la solución a mis males, que, imaginarios o no, volvían a acongojarme. Se estaba muy bien paseando por el mundo sin otra obligación que encontrar sitios donde dormir y comer, pero ¿qué demonios iba a hacer después?
 
De momento, Manila. En la era anterior a los teléfonos móviles, las comunicaciones en un viaje así se establecían a través de oficinas como las de American Express o las de Correos. Supe de ese modo que Augusto estaba alojado en una residencia católica de la capital filipina. Tenía ya la dirección.
 
A finales de enero subí a un avión, y horas después aterrizaba en otro mundo nuevo. El trópico. Que se presentó en forma de bofetada de calor y humedad al bajar del avión. En el aeropuerto de Manila los aduaneros y los funcionarios de inmigración hacían su tarea en consonancia con el clima. Eso sí, todo el mundo hablaba inglés. También los taxistas, que en forma de nube se abalanzaban sobre los recién llegados. Los taxis daban la impresión de haberlas pasado canutas. A duras penas se mantenían juntas las chapas de las carrocerías.
 
Subí a un autobús que decían que iba al centro. Era otra vieja reliquia, que andaba al paso del caracol e iba parando donde hubiera posibles viajeros. No tenía cristales en las ventanas, como ninguno de los otros que nos cruzamos en la carretera, y los asientos eran de madera.  Desde él  vi por primera vez los jeepneys, el gran invento del transporte filipino. Mejor dicho, uno de ellos.
 
 
– Capítulo 1: La escapada.
– Capítulo 2: De París a Moscú.
– Capítulo 3: Una noche en el Metropole.
– Capítulo 4: Entrada en Siberia.
– Capítulo 5: Trueque en el Transiberiano.
– Capítulo 6: De un imperio a otro.
– Capítulo 7: Por palacios y pensiones.
– Capítulo 8: De extra en Hong Kong.
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