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MEMORIAS ERRÁTICAS

Cuatro días de caña y ron

Del final de mi estancia en Jamaica sólo guardo un puñado de instantáneas desordenadas. Las hermanas de Michael tratando de convencerme de que me hiciera trencitas en el pelo. Un colibrí, visto y no visto, picando en una flor. Playas con rastafaris que cuidaban o descuidaban sus cabelleras. Los insoportables grillos de Montego, dándole también ellos al reggae. Charlas en voz queda sobre Bob Marley, el profeta fallecido, y otros de su condición. Y el trajín de la hierba, cuyo consumo era religión y rutina. La tierra prometida era Etiopía.

Del final de mi estancia en Jamaica sólo guardo un puñado de instantáneas desordenadas. Las hermanas de Michael tratando de convencerme de que me hiciera trencitas en el pelo. Un colibrí, visto y no visto, picando en una flor. Playas con rastafaris que cuidaban o descuidaban sus cabelleras. Los insoportables grillos de Montego, dándole también ellos al reggae. Charlas en voz queda sobre Bob Marley, el profeta fallecido, y otros de su condición. Y el trajín de la hierba, cuyo consumo era religión y rutina. La tierra prometida era Etiopía.
Imagen de archivo del Hotel Inglaterra de La Habana.
Estaba más cerca La Habana, y regresé a ella con alivio. Para aquella segunda escala, además, tenía tablas. El avión a Lima no saldría hasta cuatro días después, pero el lío burocrático se resolvía esta vez sin trapisondas. Carecía del visado preceptivo y ahora debía conseguir no sé qué papel para salir. Pero ese status tipo limbo me induciría a ser poco indulgente con las normas de los pesados "compañeros".
 
Había visto durante la escala anterior un hotel a mi gusto y allí fui. El exterior decadente del edificio se prolongaba en el interior. Techos altos, escalinatas, columnas, penumbra y, en la habitación, un decorado fané de vieja película de Hollywood. El ocaso de los dioses. El hotel Inglaterra, vieja gloria de finales del XIX, se hallaba entonces en fase más crepuscular que el Metropole de Moscú, que había conocido tres años antes.
 
Era el final de febrero. Me iba a tocar celebrar mi cumpleaños en La Habana. El hotel tenía un bar en la terraza, y allí, con el Parque Central a la vista, me tomé de mañana, en atención a la fecha, un daiquiri servido por un barman de otros tiempos. No lejos, un tanque sobre un pedestal marcaba el lugar donde fosilizaba el inicio de los nuevos: el Museo de la Revolución. Era el año 1984, y aun sin querer se encontraban signos del mundo imaginado por Orwell.
 
Una tienda de La Habana.No había sido fan del castrismo, pero no había pensado que llegaran a tanto la pobreza y la escasez. En una tienda lóbrega no encontré fruta, sino unas verduras azotadas por el calor. Otra sólo andaba sobrada de mermelada de pétalos de rosa, prenda de la amistad búlgara. En el hotel, al menos, no faltaba el café, y era bueno. Se podía comer, aunque debía uno esperar largo rato su turno. En el hotel Sevilla, de decoración mudéjar, cené una vez y protesté porque habiendo pedido pescado me hubieran puesto carne. Devolvieron el plato y, al cabo, regresaron con lo mismo. Oficialmente, era pescado. Amén.
 
Ni en Floriditas ni en Bodeguitas ni en Coppelias estaba yo por meterme. Mis dólares eran escasos, como los comestibles. Podía permitirme, eso sí, hacerme un foto en el Parque, por un fotógrafo de los de cámara de cajón y paño. Los últimos de esa clase los había visto en los primeros años de mi infancia. Y allí había sobrevivido uno. Como sobrevivían los haigas, los edificios y los propios cubanos, en un continuo buscarse la vida por las grietas del sistema. Como aquellas chicas que vendían productos de maquillaje baratos y hacían la manicura en los portales.
 
A nadie oí hablar de política, pero sólo una persona me elogiaría al régimen: un capitán del ejército que conocí en el hotel. Era negro, y en el mismo hotel observé que no había un solo negro en algún puesto de categoría. Fue un día en que los televisores permanecían encendidos dando uno de los discursos del comandante. Nadie le prestaba mucha atención; tampoco eran irrespetuosos. Castro era un fenómeno de la naturaleza con el que se habían acostumbrado a vivir.
 
Me levanté un día con ganas de dar caña y dije en la recepción que era un robo que obligaran a pagar en dólares la cuenta, y que conmigo no contaran para esa trapacería. Pagaría en pesos y punto. Se armó el follón y salí en busca del famoso mercado negro. Nadie me había ofrecido cambiar moneda en la calle. No debía de parecer muy extranjera, y mi ropa tampoco se distinguía, en su precariedad, de la que usaba el común de los cubanos.
 
Pero al fin apareció, y lo hizo en forma de un chico negro, con gorra a lo rastafari, que se dijo estudiante de arquitectura y deseoso de largarse a Miami. Tenía otros colegas, y para hacer el cambio fuimos a la casa de uno de ellos, sita en la barriada más decrépita de cuantas había visto. Era un bajo. Una antigua nevera panzuda ocupaba la parte noble de la única habitación. Un hombre grueso, de aspecto enfermizo, yacía en la cama. Una anciana esquelética dormitaba en una silla. No sé cuantos, pero muchos, vivían en aquel habitáculo con trazas de chamarilería.
 
Era el fin de semana y Jesús, que así se llamaba el mercader de pesos, me propuso mostrarme los lugares adonde iban de verdad los cubanos, un anzuelo en el que siempre pica el turista accidental. Antes de la excursión nocturna se imponía cenar, pero las colas para acceder a mesa en los restaurantes salían a la calle y se extendían por cientos de metros. Habría que esperar tres o cuatro horas. Prefería quedarme sin cenar.
 
No había contado con el ron. Jesús me llevó a un local, entre teatro de barrio y sala de fiestas, donde una orquesta tocaba y la gente bailaba y bebía en alegre desorden. Las parejas iban luego, si podían pagárselo, a acostarse a una "posada", otro tinglado alegal. La música era buena, pero el ron desastroso. Sólo lo notaría, sin embargo, al regresar al hotel y tumbarme en la cama. No sólo giraba todo como un tiovivo, sino que tenía visiones de formas geométricas que tendían a parecerse a insectos. Aquello, o era la metamorfosis de Kafka o el principio de un delirium tremens. Nunca llegaría a saberlo.
 
Jesús y sus amigos me pidieron que les ayudara en un trapicheo: comprar varios artículos en una tienda reservada para los extranjeros. Me darían los dólares y yo sólo pondría la cara y el pasaporte. Allí me llevaron, pues, y quedaron en discreta espera en las inmediaciones. La misión no era difícil, pero no se podía bajar la guardia.
 
Querían ropa, deportiva, sobre todo, aunque no supe si para ellos mismos o para revender. En la tienda todo fue bien, y se quedaron tan contentos cuando regresé con la compra. Pobres chavales, aunque eran muy vivos y despiertos no iban a poder burlar durante mucho tiempo a Gran Hermano. Jesús, por tener parientes en Miami, ya estaba marcado y sufría una vigilancia especial del comité de compañeros vecinos que le tocaba. Para más inri, gastaba un peinado rastafari.
 
Al regresar al hotel habían desaparecido mis cosas. Bajé en tromba a la recepción. La compañera de turno me comunicó que al anunciar yo que no pagaría en dólares, el hotel había tomado mi equipaje como prenda. ¡Toma castaña! Preventivamente, le quitaban a uno su maleta. Otro robo intolerable. Lástima que pesara más entonces mi interés por recuperar lo que era mío que por mantener el reto. La compañera me llevó a un sótano de telarañas donde habían arrumbado mi bolsa.
 
Protesté por la injusticia, pero apoquiné en la moneda que tanto deseaban. Peor todavía: hube de pagarle al taxista que me llevó al aeropuerto, de madrugada, con la misma. ¿Era aquello legal o ilegal? No tenía tiempo para averiguarlo. Para compensar el mal trago financiero, en el aeropuerto había fruta. Para volver a fastidiarla, había policías que interrogaban. ¿Qué demonios le importaba lo que había hecho yo durante mi estancia? Pues también quería saber, aquel elemento, en qué había gastado mis dólares.
 
Era un tipo de hablar suave, que le miraba a uno a los ojos y le instilaba un sentimiento de culpa. Un buen alumno de la escuela soviética. Hombres como aquél arrancaban a inocentes confesiones de crímenes. Un desliz, y te encerraba.
 
 
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