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CRÓNICA NEGRA

Crimen en el geriátrico

Este misterio del asesino, del que no en vano dice Ortega que es "el hombre que no llegamos nunca a comprender", nos sorprende cada día. Ahora se trata de la agresión de un anciano de 72 años a otro de 86, en plena residencia, con la garrota. Como en todo crimen que se precie, nadie parece saber nada cierto: ni cuándo empezó el incidente, ni el motivo por el que comenzaron los golpes.

Este misterio del asesino, del que no en vano dice Ortega que es "el hombre que no llegamos nunca a comprender", nos sorprende cada día. Ahora se trata de la agresión de un anciano de 72 años a otro de 86, en plena residencia, con la garrota. Como en todo crimen que se precie, nadie parece saber nada cierto: ni cuándo empezó el incidente, ni el motivo por el que comenzaron los golpes.
Aunque no se puede negar el resultado de un hombre muerto, con traumatismo craneoencefálico severo y distensión abdominal, que en román paladino indica que le abrió la cabeza y le hundió el vientre. El mero relato de los hechos expone que Francisco, el presunto homicida, es un individuo colérico, malencarado, de reacciones imprevisibles y contundentes. Algunos testigos indican que desde hacía tiempo la tenía tomada con la víctima, Juan, que llevaba trece años viviendo en la residencia.
 
Parece improbable un encontronazo entre dos gallos en el mismo corral, porque la edad de ambos los descarta como machos que marcan su territorio. Por tanto, nos encontramos aquí ante alguien acostumbrado a salirse con la suya, a imponer su voluntad y emplear los medios más decisivos a su alcance, que en este caso sería el bastón, arma del crimen. Resulta chocante, pero no tiene la menor gracia.
 
En primer lugar, nos encontramos ante un crimen que, según lo que determine la investigación, podría ser tanto homicidio como asesinato, si se prueba la alevosía. La edad del presunto no debe despistarnos, porque aunque estemos en la sociedad de los eufemismos, de lo políticamente correcto y de la hipocresía social, no se trata de un simpático abuelete, sino de un agrio delincuente. La confirmación la tenemos en cuanto pasamos a conocer los antecedentes: Francisco ya dio muerte a una mujer, en 1997, por desavenencias vecinales.
 
Por tanto, a los 64 años el que ahora, presuntamente, ha matado a garrotazos a Juan en el patio de la residencia de La Carolina (Jaén) donde ambos vivían le abrió la cabeza a una señora con una piqueta, por lo que fue condenado por homicidio a siete años de prisión y al pago de 150.000 euros. O sea, que podemos estar ante un homicida reincidente o, si quieren, un "homicida en serie". Caramba con el abuelo. A bote pronto resulta difícil asimilar que alguien mate dos veces por mera casualidad.
 
Para una sociedad idiotizada que vive en el sueño de que todos los delincuentes se pueden reinsertar y para ello basta que pasen un tiempo –cada vez menos– en las prisiones masificadas, con dieta mediterránea, la noticia de que un anciano hace colección de homicidios se califica de anécdota. Para el estudioso, en cambio, puede decirse que se han ampliado los márgenes del crimen: ahora se mata más temprano, vamos hacia el asesino de tan solo diez años, que ya actúa con soltura en países "avanzados" como los Estados Unidos, y también a edad más tardía, fijándose por encima de los 90 el asesino de mayor edad, detectado en tiempos modernos en España.
 
Goya: DOS VIEJAS COMIENDO (detalle).Si queremos hacer sociología barata podemos reseñar que seguramente se trata de los efectos de la violencia que reflejan los videojuegos, el cine y la televisión. En cambio, si queremos indagar en las razones profundas haremos una incisión para ver cómo los móviles para matar se transmiten antes, casi con el chupete, y cómo siguen ejerciendo su influencia hasta prácticamente el final de la vida.
 
En un geriátrico, donde abundan las enfermedades, las molestias constantes, los insomnios, el abandono de fuerzas, es fácil encontrar una víctima propicia, en este caso un hombre desprevenido de 86 años, con catorce más que su agresor, lo que prácticamente lo abandona en su manos y revela que el homicida, además de presumiblemente maquinador y despiadado, es un ventajista que levanta el garrote contra quien no se puede defender. El que quiera dormir tranquilo puede achacarlo a la locura.
 
Un hecho como éste debe alertarnos sobre la falta de paz en la infancia y también sobre la persistencia de la angustia en la etapa final. Vivimos en una sociedad que produce violencia, con la misma fuerza irracional, desde el pañal a la próstata como una patata. Una sociedad que no cura el crimen y no es capaz de prevenirlo, ni en la escuela ni en el geriátrico.
 
El que mata siempre es el que no respeta la integridad del otro. He aquí que vivimos en la organización social de la mentira y la hipocresía, donde no cesa la violencia de género ni se entiende el crimen, sino que se desprecia la sistematización del estudio para prevenir, dado que es menos costoso tachar los hechos –puede fácilmente demostrarse que cada vez son más los ancianos asesinos– de noticia curiosa, porque de esta forma nos ahorramos el esfuerzo que precisa la prevención.
 
En este mundo del olvido y el disfraz hay ancianos que pasan coca aprovechando un viaje de la tercera edad, que trafican con heroína en vuelos internacionales, que atracan bancos y se fugan con el dinero y que matan en el transcurso de una reyerta o con premeditación y alevosía. La edad para el crimen se amplía por encima de los 90 porque cada vez se vive más y con más motivos para matar, sin que los políticos se enteren.
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