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MEMORIAS ERRÁTICAS

Cincuenta y dos horas y tres casetes

Un día hubo que irse de Cuzco. Después de visitar la montaña mágica habíamos cumplido el destino del turista, y lo que era accidental amenazaba volverse habitual. O nos atrapaba Fausto o nos marchábamos. Y había un autobús a Lima.

Un día hubo que irse de Cuzco. Después de visitar la montaña mágica habíamos cumplido el destino del turista, y lo que era accidental amenazaba volverse habitual. O nos atrapaba Fausto o nos marchábamos. Y había un autobús a Lima.
Cristina Losada acabó hasta las mismísimas de la música de Pimpinela.
Nos metimos en él, con otras decenas de personas, y empezamos el recorrido transandino. Ni idea teníamos de lo que iba a durar. Sólo al final contamos las horas. Habían sido cincuenta y dos. Esta vez el conductor, hombre jovial y generoso, llevaba más de una casete para amenizar el viaje.
 
Antes de regresar, por indicación de Fausto, que no lo he dicho pero llevaba perilla, habíamos circulado por los alrededores en busca de ruinas incaicas que estaban dispersas por la campiña como los dados de Dios. Junto a aquellas que encontramos ensayamos de nuevo el trance a fin de imaginar qué valor y utilidad tendrían para los antiguos. Ignorantes de las investigaciones arqueológicas y antropológicas, no dimos con el quid.
 
Más comprensible era el interés que mostraría por nosotros un joven matrimonio que residía por uno de esos parajes. Conocimos al marido en un autobús y nos invitó a su casa. Era un gesto insólito en el Perú que habíamos transitado hasta entonces, y allí fuimos.
 
Un poncho de alpaca.El secreto estaba en la industria que habían montado, una naciente factoría de textiles de alpaca que esperaban exportar al extranjero. Era un negocio familiar, cuya batuta llevaba la esposa. Nos enseñaron las lanas, nos explicaron cómo las teñían y querían saber si veíamos futuro en aquel comercio internacional al que deseaban dedicarse. Les dimos todas las esperanzas, aunque hubimos de decepcionarlos: en poco o en nada podíamos ayudarles. Pese a lo cual nos invitaron a comer.
 
La trucha de carne roja que se pescaba en algún lago cercano sería el pescado más sabroso que probaríamos en el país. Y las patatas, al menos, eran singulares. Se trataba de las papas auténticas, las primigenias, unos pequeños tubérculos de formas y colores diversos, sobre cuyo cultivo y preparación nos instruyeron también.
 
Una de las últimas mañanas en Cuzco, en un mercadillo, me rajaron el bolso con el propósito de robarme lo que llevaba dentro, que era todo lo que tenía, más la documentación, pues en esos viajes uno se ve obligado a andar con todo encima. Dejar algo en las pensiones suele ser la peor opción. Pero algún movimiento que hice impidió que se consumara el latrocinio.
 
Así que una mañana nos metimos en el autobús a Lima. Directo, decían que era. Y así iba a ser, pues no habría más paradas que aquellas necesarias para comer y alguna entremedias para que los viajeros aliviaran sus necesidades. La ruta por el altiplano andino, sin apenas núcleos de población, estaba jalonada de establecimientos dedicados a surtir de comida y bebida a los pasajeros de los autobuses que por allí circulaban. Eran caserones simples, más o menos preparados para recibir a multitudes de viajeros hambrientos y sedientos.
 
Empezamos el viaje con buen ánimo. El paisaje, aunque monótono, daba para entretenerse. De vez en cuando se veían grupos de llamas y de alpacas, que pastaban entre el matorral, lo único que crecía por allí. De noche, en las paradas de necesidad, nos parábamos a contemplar el firmamento más negro y cuajado de estrellas que habíamos visto. Con esfuerzo y arriesgando las cervicales, distinguimos la constelación de la Cruz del Sur. Eso nos confirmaría que estábamos en el hemisferio de abajo.
 
La bajada a la costa fue emocionante, por el peligro que se veía venir en cada curva y el desprecio olímpico con que lo afrontaba el conductor. Como por un tobogán se lanzaba el hombre por las pendientes, sin contar con que subiera otro vehículo por el carril contrario. Al llegar abajo cambió todo. Ya conocíamos la carretera rectilínea de la costa, y las veinticuatro horas pasadas en el asiento del autobús, con noche en blanco en mi caso, empezaban a pasar factura.
 
Otra vez, el Pacífico a un lado y los riscos al otro. Otra noche en blanco. Otra vez Pisco sin el cóctel. Otra vuelta y vuelta de las tres casetes que el conductor melómano no se cansaba de escuchar. El dúo Pimpinela hacía estragos entre los aguerridos y románticos chóferes peruanos.
 
El volcán Pichincha poniéndole a Quito un sombrero de humo.Llegamos a Lima con la euforia del superviviente, tras las cincuenta y dos horas de duro banco, y nos metimos en la pensión que habíamos catado antes. Bajo el cielo plomizo de la capital, un dolor de cabeza que yo arrastraba del autobús se volvió insoportable. Jan llamó a una ambulancia. El hospital era un centro moderno, y los que me atendieron resultaron eficaces. Me inyectaron un analgésico, que al cabo de unas horas me devolvería a un estado más normal.
 
Unos días después estábamos de vuelta en la estación de autobuses de Lima, que era donde se gestaba todo el tráfico de viajeros del país. Ahora íbamos hacia el norte. Habíamos decidido dejar el Perú y sus enigmas y pasarnos a Ecuador.
 
En la frontera, en Tumbes, se notaba que había un conflicto entre los dos países. Había que pasar andando por una carretera de tierra que separaba los puestos fronterizos de ambos. Al llegar al lado ecuatoriano se levantaba una garita, donde estaban los soldados de guardia. Metían al viajero en la garita y allí procedían al trámite. Tal vez esperaban que les diéramos algo de dinero, pues se demoraron todo lo que pudieron. Pero habían topado con hueso europeo, y al final nos pusieron el sello sin que hubiéramos soltado un duro.
 
En Ecuador los autobuses se llamaban "busetas" y, a diferencia de los peruanos, estaban pintados de colores y adornados con una panoplia de faros y luces. En uno de aquellos vehículos subimos por las montañas y llegamos a Quito, una ciudad en dos partes: la nueva, con edificios modernos y calles anchas, y la vieja, situada en un alto, con estrechas callejuelas por las que los buses subían asmáticos y con expectoración de humo negro. Por allí encontramos nuestra siguiente morada, el hotel Viena, un viejo edificio con patio interior, abundancia de madera y una madame.
 
Ecuador se presentaba entonces como un lugar tranquilo, amable y pacífico. Como su paisaje de viejos volcanes apagados, amansados por el tiempo y el verdor de la vegetación. Lo llamaban la Suiza de América. Incluso aquí y allá encontraría yo similitudes con el paisaje de Galicia. Quién sabe si fue, en parte, por eso que viviría allí los siguientes seis meses.
 
 
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