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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Calle Aubriot, 4

Esta calle está en pleno casco histórico parisino, es corta y estrecha. Está entre otras dos que tienen nombres sugestivos, difíciles de traducir: Sainte-Croix de la Bretonnerie y Blancs-Manteaux, donde Jean-Paul Sartre, efímero autor de la letra de una canción cantada por Juliette Gréco, había situado una guillotina.

Esta calle está en pleno casco histórico parisino, es corta y estrecha. Está entre otras dos que tienen nombres sugestivos, difíciles de traducir: Sainte-Croix de la Bretonnerie y Blancs-Manteaux, donde Jean-Paul Sartre, efímero autor de la letra de una canción cantada por Juliette Gréco, había situado una guillotina.
Era un barrio estupendo arquitectónicamente hablando, popular y artista, aristocrático pero muy venido a menos. Porque en París, como en otras capitales, los funcionarios no se interesan por la belleza y buscan pisos con confort moderno, ascensor y calefacción central, fontanería adecuada, cuartos de baño y demás, y esos magníficos pisos del Marais seguían viviendo en los siglos XV, XVI, XVII, despreciando la modernidad y siendo despreciados por los pudientes. Y es así como, en el casco histórico, popular y aristocrático, el nº 4 de la calle Aubriot se convirtió en una de las sedes del antifranquismo radical en el exilio, debido, claro, a lo moderado de los alquileres.
 
La primera vez que tuve una discusión más o menos seria con José Martínez –ya le había visto cuando era el compañero de Elena Romo (era también el padre de su hija)– fue en esa misma calle Aubriot, donde estaba Ruedo Ibérico (antes de que se mudara a la calle de Latran, con mejores locales y una librería, gracias a las subvenciones del ala marxista del Opus Dei, vía Pepín Vidal, y del contrabando progresista con Guinea, llevado a cabo por un tal Trevijano). Yo quería que Pepe Martínez publicara el texto de dos jóvenes polacos "Carta abierta al POUP", el partido comunista de su país. Se trataba del texto que había motivado mi ruptura definitiva con Acción Comunista, cuya mayoría no aceptó publicarlo, por considerarlo demasiado crítico con los sistemas socialistas, o sea con el totalitarismo. Como Pepe intentaba sondearme para saber en qué ángulo oscuro del salón se situaba mi izquierdismo, le dije algo que le dejó boquiabierto. Dije algo así como: "Además de nuestra lucha antifranquista, yo tengo particular empeño en denunciar la Gran Mentira". Creo que puse mayúsculas en el tono. ¿La Gran Mentira?, se extrañó. "Sí, la gigantesca mentira de la URSS, que se presenta, y muchos se lo creen, como la patria del socialismo, cuando en realidad es una dictadura totalitaria monstruosa".
 
Yo no sé si sus mocedades anarquistas se despertaron, o si algo de lo que le dije le convenció, no recuerdo, el caso es que publicó el texto de Kuron y Modzelewski bajo el título de "¿Socialismo o burocracia?", y así comenzó mi colaboración con Pepe Martínez en Ruedo Ibérico.
 
Pero no era el único inquilino, el POUM también se alojaba en ese arruinado edificio de la calle Aubriot, y allí conocí a Wilebaldo Soriano, entonces su secretario general, uno de los personajes más patéticos, y menos conscientes de serlo, del exilio español. Recuerdo muchas otras reuniones y entrevistas, como las charlas de Antonio López Campillo, que quería convencer a las masas, representadas por una docena de personas, de que España se desarrollaba económicamente, pese –o gracias– al franquismo, y una tarde inventó una fórmula divertida: "Tenemos que acostumbrarnos a pensar la revolución en un país con televisión".
 
Una calle del Barrio Latino.Robles, que había montado con Juan Andrade la segunda librería española del Barrio Latino, había instalado una imprentilla en el patio de la calle Aubriot, gran patio atiborrado de artesanos y de zapateros remendones, una versión tímida y casi moderna de la Corte de los Milagros. Había impreso alguna cosa para nosotros.
 
Durante años fue una calle a la que iba casi todas las semanas, por diferentes motivos y citas. Desde luego, todos ellos nobles, antifranquistas y perfectamente inútiles.
 
Pasan los días y pasan las semanas, como escribió Apollinaire (passent les jours et passent les semaines / ni temps passé / ni les amours reviennent...), y asimismo pasaron mis actividades militantes, tanto en el exilio como en la clandestinidad madrileña. Había roto con todo, pero no con todos, me dedicaba a la literatura y al teatro, ¡pobre de mí!, y un día, varios años después, Pascale de Boysson, actriz y compañera incierta de Laurent Terzieff, me llama para invitarme a una gran fiesta que organizaba su hermano, Guy de Boysson, con motivo de su pendaison de crémaillère (otra expresión de traducción difícil, pero que habla de las fiestas que se organizan con motivo de la instalación en un nuevo piso o una nueva casa). "Estará Laurent, claro –me dice Pascale–, y muchos de nuestros amigos comunes". "¿Dónde es la fiesta?". "En la calle Aubriot. En el nº 4 de la calle Aubriot".
 
Fui, claro, no sólo porque me encontraría, efectivamente, con buenos amigos actores y buen whisky, sino porque tenía curiosidad por ver cómo esos millonarios de izquierda habían transformado los polvorientos tugurios en los que nos reuníamos un puñado de antifranquistas radicales, sin calefacción, para cambiar al mundo.
 
Era impresionante, ese tugurio se había convertido en un palacio, el patio-corte de los milagros en un jardín, los oscuros y polvorientos y fríos locales de la gauche maldita en elegantes salones, y todo chorreaba lujo progre.
 
No sé por qué, el caso es que la esposa de Guy de Boisson, una Chevrillon cuyo nombre no recuerdo (su hermano Olivier fue durante años el director del semanario Le Point), se aferró a mi brazo (¡ay, Julien Sorel!) para explicarme lo contento que estaba su marido, Guy, por haberse jubilado como director del Banco de Europa del Norte, el banco soviético de París. Estaba harto, me decía, no podía soportar más a los funcionarios soviéticos. Y sin decirlo tan claramente como yo aquí y ahora, no podía soportar más a la Unión Soviética. Yo le pregunté por qué, si tanto sufría, no había dimitido antes. Se encogió de hombros con una mueca, que yo interpreté de la manera siguiente: al principio Guy, su marido, era comunista, creía en la URSS, creía en el interés de su papel de banquero soviético en París, pero se fue desilusionando, como tantos, pero no dimitió porque hubiera puesto en peligro su paracaídas dorado, o su pensión millonaria, y por lo tanto sus casas de veraneo, la carrera de sus hijos, su piso en el palacete de la calle Aubriot y vete a saber si no veinte esclavas núbiles en algún sótano.
 
Cuando la señora Chevrillon, esposa de Guy de Boysson, me soltó el brazo, yo pensé –claro que era infinitamente más joven y más tonto que hoy– que, por otros vericuetos que los clásicos del marxismo-leninismo, algo que se parece a la lucha de clases existió en el número 4 de la calle Aubriot de París.
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