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MEMORIAS ERRÁTICAS

Café en Armenia y olla en Medellín

El viajero es un animal de costumbres. ¿Lo he dicho ya alguna vez? Lo repito. Parece un fugitivo de la cotidianeidad y sus rutinas, pero en cuanto tiene ocasión fabrica su pequeño cascarón de orden, tal vez para circular mejor por el desorden. Y en el código de normas de mis nuevos socios figuraba que, a la hora de llegar a una pensión, se acometiesen las siguientes acciones: acribillar las paredes con clavos para tender cordeles de un lado al otro de la habitación y sacar de algún cable, si no había un enchufe decente, la conexión para un hornillo.

El viajero es un animal de costumbres. ¿Lo he dicho ya alguna vez? Lo repito. Parece un fugitivo de la cotidianeidad y sus rutinas, pero en cuanto tiene ocasión fabrica su pequeño cascarón de orden, tal vez para circular mejor por el desorden. Y en el código de normas de mis nuevos socios figuraba que, a la hora de llegar a una pensión, se acometiesen las siguientes acciones: acribillar las paredes con clavos para tender cordeles de un lado al otro de la habitación y sacar de algún cable, si no había un enchufe decente, la conexión para un hornillo.
Panorámica de Medellín.
Más que ocupar un cuarto, tomaban posesión de él. Lo suyo tenía sentido práctico. El tendal suplía al armario y el hornillo a la cocina. En todas las hospederías colombianas se prohibía cocinar en las habitaciones. Figuraba así en los carteles que hubieran resistido la acción depredadora de los huéspedes. Lo cual significaba solamente que había que evitar el fisgoneo de dueños y encargados, y airear para que el olor de la comida no les llegara con demasiada contundencia.
 
La mayoría de aquellos personajes eran tipos abatidos, que no mostraban interés por enterarse de lo que ocurría en sus pensiones. Así no se llevaban un disgusto. Y en cuanto a aromas, tenían dónde elegir. En la de Pasto solía flotar por las escaleras el olor acre de una sustancia que empezaba a hacer estragos en Colombia. Se llamaba basuco: era un residuo de la pasta de cocaína, y decían que destruía el organismo más rápido que cualquier otro opiáceo. Era la droga lumpen.
 
He dicho mis socios, pero en ese momento yo iba sólo de acompañante. En la feria de artesanía de Pasto me desempeñaba como vendedora. El trasiego de gentes, la charla con los clientes, clientas casi todas, no eran mal entretenimiento. Pero aquello de manejar el martillo y los alicates para fabricar pendientes era otro cantar.
 
Cali.Las cosas cambiaron después de Cali. De la villa en las montañas, con sus borrachos nocturnos y drogotas a cualquier hora, bajamos a la gran urbe en el valle del Cauca. Y de la pensión cutre a otra que lo era menos. Estaba en un edificio de viviendas céntrico. Había por allí un sinfín de zapaterías, que sacaban la mercancía a la puerta, y también a los dependientes. Eran gente amable que siempre se despedía con un ¡a la orden!
 
En Ecuador me había contagiado del habla pausada y aniñada de los ecuatorianos, y ahora aprendía la charla veloz de los colombianos. Tan impacientes eran que saludaban a los amigos preguntándoles: ¿Qué más? ¿Qué hubo?
 
Y lo que hubo fue que Francesco y Alfredo decidieron separarse. El italiano quería viajar al departamento de Antioquia para proveerse de no sé qué cuentas de cerámica pintada. El español, que rumiaba no sé qué tensiones, prefería quedarse en Cali. Yo me apunté a la expedición del italiano.
 
Armenia, la capital antioqueña, era el centro de una zona cafetera. El hotelito en el que recalamos parecía el Ritz al lado de la pensión de Pasto. Y en la recepción, lujo de los lujos, había una máquina de café a disposición de los huéspedes. Aunque no fuera por otra cosa, Colombia merecía la visita por el café. Allí sabía de otra forma. Y en Armenia mejor que en ningún sitio.
 
En los bares colombianos hacían café con las máquinas que se estilaban en los antiguos cafés españoles hasta que aparecieron las cafeteras exprés. Eran preciosos artilugios metálicos, de los que salía el café por unos grifos. Servían el tinto, que así se llamaba el café solo, en tazas blancas y grandes. Yo solía pedirme dos o tres seguidos, y lo acompañaba para el desayuno con patacones, que eran rodajas de plátano verde, fritas, machacadas y condimentadas con sal gorda. La canción 'Patacón pisao' tronaba en todos los autobuses colombianos. A base de patacones y "huevos perico", que era el plato barato, barato, se iba viviendo cuando no se podía cocinar.
 
Olga Sinclair: PAREJA EN AZUL (detalle).Medellín ya era famosa entonces por el cartel de la droga. Allí quería adquirir Francesco material de ferretería. Llegamos de noche y, siguiendo otra de las costumbres de mis socios, nos metimos en "la olla". Todas las ciudades colombianas de envergadura tenían su olla. La cacerola aquella bullía de pensiones baratas, trapicheos y delincuencia. Acorde con lo cual, el lugar donde nos metimos en Medellín estaba más enrejado que una celda de Sing-Sing. Nunca había visto una pensión que se pareciera tanto a una cárcel o a un antiguo manicomio. De noche, por aquellas calles, no se veía un alma. Eran territorio peligroso.
 
Vivir enjaulado no era plan. Francesco tenía que fabricar pendientes para las ferias, y nos mudamos a una pensión en las afueras. Ésta tenía otra característica. Allí iban las parejas a acostarse. Por hacer algo, me había puesto yo a colorear cuentas de cerámicas, y mientras enredaba con las pinturas podía seguir la secuencia, que era siempre la misma. El taconeo de la mujer, luego los muelles del somier y después lo demás. Los hombres eran silenciosos. Ambos eran rápidos. No sé si los de la pensión cobraban por minuto, como las compañías telefónicas.
 
Había una feria en Barranquilla, y allá nos dirigimos en autobús. La norma al viajar en autobús era esconder el dinero que se llevara en alguna parte del asiento. Bandoleros de carretera secuestraban de vez en cuando un autobús y despojaban a los pasajeros de cuanto llevaran de valor. En ese trayecto, siendo ya de noche, quien nos detuvo fue un retén militar. Documentación y registro al canto. Llevaba yo un pequeño cuchillo para la fruta. Me lo confiscaron en aras de la seguridad. Y no sin sorna.
 
En Barranquilla, la del caimán, estaba don Alfredo dispuesto a ganarse unos pesos, pero montándoselo por su cuenta. El recinto de la feria, al aire libre, se hallaba al lado del estadio de fútbol. El domingo, con el partido, el estadio rugía, y los que estaban fuera ponían la radio a todo volumen. Los locutores cantaban el gol en el estilo que luego se haría popular en España. Entonces y allí sonaba a locura locombiana.
 
No lo parecía, pero era Navidad. Desde una central telefónica decrépita, el italiano y yo llamamos a nuestras familias. El español no se llevaba con la suya. Y con nosotros tampoco. Volvió a irse por su cuenta, y Francesco y yo pusimos rumbo a Cartagena de Indias, que era, con su arquitectura colonial, la joya de Colombia. Eso decían.
 
 
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