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MEMORIAS ERRÁTICAS

Arriba y abajo, La Tasca y Quiapo

Como viajera pobre, yo había recorrido Manila a pie, en los jeepneys o en los insufribles autobuses, y encontrado refugio en tugurios y pensiones baratas. Pero ahora me había metido en la vida de la clase media acomodada y el circuito era otro, bien distinto. No se ponía el pie en la calle, sino que, al estilo americano, todo se hacía en coche.

Como viajera pobre, yo había recorrido Manila a pie, en los jeepneys o en los insufribles autobuses, y encontrado refugio en tugurios y pensiones baratas. Pero ahora me había metido en la vida de la clase media acomodada y el circuito era otro, bien distinto. No se ponía el pie en la calle, sino que, al estilo americano, todo se hacía en coche.
El boulevard Roxas de Manila.
La ciudad me resultaba irreconocible. No podría situar siquiera el lugar al que nos llevaron aquella primera noche: La Tasca, un restaurante que, a pesar de su nombre, no servía comida española.
 
Nuestros acompañantes eran los vástagos de una familia de origen vasco. Sabían hablar español, y uno de ellos estaba casado con una española, pero su idioma habitual era el inglés. La española, barcelonesa de origen, había puesto un negocio de modas. No se trataba de la clásica boutique, sino de una pequeña industria, con diseñadores, cortadores y demás. Por lo que contaba, la traían por la calle de la amargura, aunque parecían preocuparle todavía más la dieta y la figura.
 
Su marido y su cuñado, en cambio, no andaban con melindres: comían sin restricción y lucían sus barrigas sin complejos. Entre los varones filipinos había detectado yo que la gordura era motivo de orgullo. Una buena tripa indicaba opulencia. Aún no había hecho mella la obsesión por el peso y el ejercicio que dominaba en los Estados Unidos y en Europa. Y era raro, dada la influencia del estilo americano en la vida filipina y el fluido intercambio que existía entre ambos países. Aquellos dos jóvenes hombres de negocios habían estudiado allá, como todos los que podían permitírselo.
 
Isbael Presyler, in illo tempore.En contraste con aquellos bien alimentados cuerpos, había allí mismo, en La Tasca, un abundantísimo plantel de camareros esbeltos y un cantante flaco, con el rostro hundido y ceniciento, que rasgueaba sin brío una guitarra. La clientela era gente pudiente y elegante. Las filipinas de buen ver se parecían a Isabel Preysler.
 
Pasé la cena preocupada por el momento en que llegara la cuenta y Jim y yo tuviéramos que soltar una parte sustancial de nuestros pesos. No contaba con la costumbre española, y respiré cuando pagó todo el mayor de los hermanos. Pero aquel tren de vida no era el mío. Ni tampoco la formalidad que regía en casa de los Pineda. Nos tenían a cuerpo de rey, es verdad, pero me aburría soberanamente. Para matar el rato, intentaba estudiar el tagalo, el principal de los dialectos filipinos, e incordiaba a mis anfitriones con preguntas sobre lo ocurrido sólo unos meses antes: la huida de Marcos después de lo que la prensa llamaba "the People Power revolution".
 
El elemento crucial había sido la retirada del apoyo del entonces presidente norteamericano, Ronald Reagan, al dictador, pero quería saber más. ¿Habían estado ellos en las manifestaciones? Sí, habían estado, como todo el mundo, ricos y pobres por igual. Una marea humana había tomado las calles de la ciudad durante tres días. Se habían puesto frente a los tanques y bajo los helicópteros enviados con orden de bombardear. Se habían rezado miles de oraciones. Curas y monjas habían llegado a plantar cruces en las alambradas con que Marcos había rodeado el palacio de Malacañang.
 
Tras esos días de intensa actividad y emoción, el 25 de febrero Marcos escapaba, por fin, en un avión preparado por los americanos. Llevaba consigo un millón de dólares, veinte kilos de oro y joyas y su mujer, Imelda, a quien se conocía en sus tiempos de gloria como la mariposa de hierro, por las mangas aladas de sus vestidos, inspirados en un estilo tradicional filipino. Con las prisas, Imelda no había podido llevarse todos sus zapatos, tres mil pares, según decían algunos.
 
Cory Aquino.En lugar de aquella tropa, ahora gobernaba Cory Aquino, una mujer discreta, sin ambiciones políticas, la viuda del líder de la oposición asesinado a su llegada a Manila. En los periódicos se hablaba de ella como un "ama de casa". Y a su Gobierno se le llamaba, por la variedad de sus ingredientes, el "chopsuey cabinet". De aquellos acontecimientos, nada visible quedaba en la faz de Manila ni de sus habitantes, pero al recordarlos se llenaban de orgullo. Todo se había hecho pacíficamente, sin derramamiento de sangre, y habían sido protagonistas de un evento histórico.
 
Cuando podíamos zafarnos de las relaciones de Jim salíamos a recorrer la ciudad por nuestra cuenta. El barrio de Ermita, centro del turismo de poca monta y del comercio sexual, había sido mi campamento base en mi primera estancia. En cinco años, el comercio aquel no había decaído, sino todo lo contrario. La Española, qué pena, había sido clausurada, pero los clubes de alterne se habían multiplicado y sofisticado. Ya no parecía fácil pegar la hebra con las chicas que andaban a la busca de un amante temporal, con vistas a un marido que las sacara del país. Todo se había profesionalizado, el barrio había perdido la atmósfera hogareña con la que yo lo recordaba.
 
Una mañana, mientras caminábamos por allí, un hombre arrancó la cadena de oro que llevaba Jim alrededor del cuello con una rapidez pasmosa. Echamos a correr tras él, y de inmediato otros transeúntes hicieron lo mismo. A la carrera fuimos un tropel de gente, adultos y niños deseosos de pasar a la acción, hasta que el ladrón cayó en manos de unos policías. El gesto y la mirada del poli cuando nos acercamos no auguraron nada bueno. En lugar de devolvernos la cadena nos advirtió que teníamos que ir a la comisaría. Quería que soltáramos unos billetes. Pero preferimos pasar un rato en una oficina siniestra.
 
El barrio de peor fama de la ciudad no era el de Ermita, sino otro: Quiapo. Un nombre que siempre me había gustado y que le iba como anillo al dedo. Se suponía que allí estaba la sede de los bajos fondos, y podría ser, pero no saltaba a la vista. Lo que se concentraba en aquella barriada era la población de origen chino, y ésta le daba vida con sus múltiples negocios, pequeños en su mayoría, que abarcaban todas las ramas del comercio, desde tiendas de especias hasta salones de juego.
 
Al pasar por algunos portales se oía el ruido de las fichas de mahjong que movían en las partidas que celebraban arriba, partidas que seguramente eran ilegales. En las aceras, los vendedores callejeros ofrecían fruta y pollitos de colores. A las puertas de edificios cochambrosos, hombres de voz apagada tentaban a las parejas con "rooms for a short time". Los triciclos y las calesas forcejeaban en la calzada con los jeepneys y los coches. Era el barrio popular más vivo de Manila.
 
Al fin, las relaciones de Jim funcionaron y apareció un destino: la granja de Tony. Estaba en Puerto Galera, en la isla de Mindoro. Para mí, iba a ser otro regreso.
 
 
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