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ESPERANDO A LOS BÁRBAROS

Aquí no están los dioses

Cuando Beatriz descendió del avión, se arrodilló en tierra y besó el suelo griego. Notó el sabor a caucho y asfalto en sus labios. Respiró a pleno pulmón el aire de Atenas y sus órganos respondieron con una tos. Beatriz se percató entonces de que el aire de Atenas se mastica, no se respira. Tuvo que pelear con una furiosa avalancha de indígenas que, ignorando la cola, asaltaban los taxis que iban llegando al reclamo de los pasajeros. Sólo una pequeña masa rubicunda con gesto estúpido la respetaba.

Cuando Beatriz descendió del avión, se arrodilló en tierra y besó el suelo griego. Notó el sabor a caucho y asfalto en sus labios. Respiró a pleno pulmón el aire de Atenas y sus órganos respondieron con una tos. Beatriz se percató entonces de que el aire de Atenas se mastica, no se respira. Tuvo que pelear con una furiosa avalancha de indígenas que, ignorando la cola, asaltaban los taxis que iban llegando al reclamo de los pasajeros. Sólo una pequeña masa rubicunda con gesto estúpido la respetaba.
Compartió, finalmente, vehículo con dos hombretones y una mujer enfundada en negro que le lanzó un cesto sobre el regazo cuando entró en el taxi. Estuvieron riéndose de la turista durante el trayecto común. Pero Beatriz sólo buscaba infructuosamente con sus ojos el resplandor nocturno de la Acrópolis. El taxista pretendió invitarla a un café. Beatriz rehusó la invitación. Como represalia, el conductor se lanzó a una carrera suicida por las avenidas congestionadas de Atenas hasta que la dejó, exhausta, ante la puerta de la casa de Agní. Desde el Bachillerato se habían intercambiado cartas en inglés. Ahora Beatriz hacía realidad su sueño. Enfilaba el verano que precedía a su quinto curso de Filología Clásica. Arrastraba muchos veranos de clases particulares ahorrando para su primer viaje a Grecia.
 
Agní salió a besarla y abrazarla. No había podido ir al aeropuerto porque una cita en la peluquería se lo había impedido. Era más baja de lo que Beatriz la había imaginado. Su bozo, la enorme nariz y la gran boca resultaban más evidentes en vivo que en fotografía. Agní le presentó a su hermano, un bello adolescente con zapatillas de deporte Air Jordan y pantalones tejanos Levi Strauss, que gruñó entre un enjambre de acné. Andonis y Alexía, los padres, atildados mesócratas de posibles, le estrecharon la mano con sonrisas.
 
Aquella noche no durmió, en parte por los nervios, en parte por el musakás y los dolmades con que la habían atiborrado en la cena. Al día siguiente se despertó temprano y no desayunó más que un café. Hasta mediodía no salieron de casa porque Agní se levantó un par de horas después de su amiga y tardó mucho en desayunar y arreglarse.
 
Tras el trayecto de casi una hora en un autobús urbano, tras un rosario de paradas, achuchones y algún encontronazo con viriles manos helénicas, descendieron en la plaza de Síndagma camino de la ciudadela. Atravesaron la Plaka y ascendieron rumbo a la Acrópolis. Agní se perdió en el momento de pagar la entrada y ambas subieron entre una tormenta de turistas que hablaban en catalán. El Partenón se le abrió a una Beatriz velada por cataratas de sudor y aturdida por los silbatos de los vigilantes que, barrigones y con la gorra caída hasta el cogote, impedían el paso. El Erecteo se le ofreció con las Cariátides de plástico gracias a los saltos esbozados tras una muralla de alemanes. El templo de Nike Áptera se le brindó a través de una gruesa película de humanidad de origen madrileño y japonés. Cuando entró en el Museo de la Acrópolis, donde le aguardaba a la sombra y con un refresco su amiga, la filóloga en ciernes se lanzó a su interior sin pensar más que en el relieve de Atenea Pensativa. Agní había visitado la Acrópolis ya una vez (cuando tenía cinco años, le dijo) y esperó fuera porque no quería, según sus palabras, ser una carga para su amiga. Beatriz buscó el relieve por el Museo. Hubo de recorrerlo entero una segunda vez porque le había pasado inadvertida en su primera vuelta. Se imaginaba una Atenea Pensativa mayor. Era la impresión que la había dominado al contemplar las ilustraciones en las enciclopedias de arte.
 
Con pasión, Beatriz invirtió el resto de los días en recorrer el Museo Nacional, los restos del barrio del Cerámico, el Ágora y las calles de Atenas donde estuvo a punto de ser arrollada en más de una ocasión por conductores de toda clase de vehículos. Y conoció a Yanis, un amigo que le presentó Agní. Yanis se dedicó a Beatriz desde el primer momento. Era un marinero joven y simpático que hablaba algo de español porque había hecho varias escalas en puertos españoles. Le recitó los primeros versos de la Odisea, aprendidos hacía mucho tiempo en la escuela, con un ritmo y en un griego que a Beatriz le sonaron extraños, pero que le gustaron. Pronto desplazó a Agní como guía de Beatriz. La acompañó a Delfos, la llevó a numerosas tavernas en las que nunca la dejó pagar, la invitó a una representación teatral en Epidauro durante la cual el joven se durmió. Beatriz notó los esfuerzos que estuvo invirtiendo para no caer rendido ante una función de las Bacantes. A la muchacha le fascinó el montaje, aunque no se enterara del texto directamente, algo en lo que coincidió con casi todos los espectadores.
 
El día antes de que Beatriz partiese para España, hicieron el amor. Durante aquella madrugada la joven perdió su virginidad en el asiento de atrás de un viejo Volkswagen, en un descampado al margen de la carretera que lleva al cabo Sunio.
 
A pesar de que Beatriz intentó tener noticias de Yanis una vez en España, éste nunca respondió a sus cartas. Al poco dejó de escribirle Agní. Un día se le rompió una estatuilla de yeso adquirida en la Plaka, que pretendía imitar una imagen de la diosa de ojos de lechuza. No se enfadó. Beatriz se dio cuenta de que prefería la Atenea Pensativa en las ilustraciones de las enciclopedias de arte.
 
28 de Mayo de 1453, caída de Constantinopla
 
28 de Abril
 
Todos sabemos que el fin del mundo está cerca. Es la conversación usual no sólo entre los monjes que vivimos en este monasterio, sino incluso en la calle. Los tenderos lo comentan con sus clientes. Los cargadores del muelle se lo dicen a los pocos marineros que arriban a nuestra ciudad. En la iglesia, cada domingo, los sacerdotes lo propalan a los cuatro vientos ante la mirada ausente de los fieles. Las autoridades lo saben y esbozan una mueca de contrariedad, mientras procuran difundir el bulo de que hay mucho inventor de patrañas sobre el fin del mundo. En las calles reina el caos. Antes de ayer asesinaron a una familia entera para robarles poco más que una olla de lentejas. Por las noches los jóvenes toman las calles y se emborrachan de manera amenazante. La guardia, en casos como estos, sólo sabe esconderse.
 
Casi es mejor así, porque su aparición resulta más perjudicial, si cabe. Aprovechan el desconcierto para rematar al moribundo asaltado y despojarle de lo poco que aún conserva. Si capturan a los criminales, les regalan idéntico destino y se apropian del botín. Aunque la guardia es extranjera y está compuesta en su mayoría de infieles y herejes, se han contagiado también de nuestras recientes costumbres.
 
Los jueces no juzgan. Tienen miedo. Hay una banda por los alrededores de la puerta de San Romano que ha matado a dos magistrados. Uno de sus miembros había sido condenado a muerte. En la Universidad Imperial los manuscritos se emplearon durante el invierno para encender el fuego de la vivienda del rector. Los libros no tienen a casi nadie que los lea. Saber leer es una disciplina que poquísimos se han interesado en dominar. Con todo, no es tan dolorosa esta situación. Cuando baje el Creador del cielo, todo saber o invención pasados se disolverán en el cataclismo, como la carne se deshace en cenizas tras la muerte.
 
Los aristócratas que resisten en la capital siguen encastillados en los aledaños del Palacio de Blaquernas, conjurando unos contra otros. El ejército es una reliquia nostálgica; la marina de guerra, unas cuantas chalupas. Y ningún griego se siente orgulloso de tomar las armas para defender el Imperio de Cristo.
 
Apenas hay habitantes. Los solares cuajados de matorral y arbusto se enseñorean por todas partes. Las casas se desmoronan vencidas por la ruina. En el Palacio del emperador apóstata la vajilla de plata ha sido vendida y comen en escudillas de porcelana barata; cuando nadie les ve, usan las de barro. Las túnicas y coronas tienen cuentas de cristal en lugar de perlas y piedras preciosas.
 
Nada podemos hacer en favor de la masa de pordioseros y abandonados a su suerte que se presenta a las puertas de nuestros conventos. También nosotros pasamos necesidad. Y les decimos que recen para salvar su alma en el inminente Juicio Final. De sus cuerpos ya nada pueden esperar. Tampoco nosotros podemos esperar nada y por ello cada día que amanece nuestras plegarias son más fervorosas y con mayor intensidad hacemos repicar las campanas. La historia tiene sus días contados después de mil años de existencia del reino de Dios en la tierra.
 
Todo es comprensible desde el momento en que el emperador Constantino decidió vender la auténtica fe de la ortodoxia al Papa de Roma a cambio de una ayuda que nunca llegará en las dimensiones precisas. Y aunque llegase, no haría más que retrasar el final inevitable. Por eso, cuando vimos desfilar el otro día a los genoveses que venían a defendernos, cerramos con rabioso ímpetu las contraventanas y las puertas de los conventos. Por eso, cuando el emperador acude a la liturgia en Santa Sofía, miramos al suelo y rechinamos los dientes.
 
Todos saben que el fin del mundo se aproxima. Sólo nos queda suplicar por nuestras almas y pedir que durante el Juicio Final seamos apartados en la muchedumbre de los justos.
 
28 de Junio
 
El patriarca Genadio me llamó ayer tarde. En su mensaje me urgía a presentarme en su celda del convento de Estudio. La ciudad parece ir recobrando lentamente la tranquilidad, aunque los restos calcinados han invadido la inmensa mayoría de su recinto y las gentes se mueven temerosas. Las tropas del sultán, justo es reconocerlo, limpiaron de cadáveres las calles en un tiempo brevísimo, porque se corría el peligro de epidemia. El sultán difícilmente hubiera consentido que la joya de su Imperio se viera asolada por semejante calamidad al poco de ser conquistada.
 
Afortunadamente, mis ropajes eclesiásticos me permiten andar sin excesivos problemas. Pero hay que tener cuidado con los indeseables de las tropas irregulares. Suelen estar borrachos y muestran una excesiva facilidad para blandir el hacha. Afortunadamente, los jenízaros saben dominarlos. De la muralla colgaron a más de uno por continuar un particular saqueo cuando ya había terminado el plazo. Los cristianos que nos hemos refugiado en el barrio del Fanar tenemos la seguridad garantizada.
 
Supongo que el patriarca querrá colaboración para organizar nuestra iglesia ante el nuevo amo que Dios nos ha mandado. Me han llegado rumores de que me quiere confiar la dirección de la fenecida Universidad Imperial, que ahora cambiará el adjetivo por Patriarcal.
 
Es desolador contemplar Santa Sofía convertida en la mezquita mayor del Imperio; pero sólo son piedras ante la auténtica e inmaterial sabiduría del Señor y habrá que esperar al menos otros mil años a que llegue el fin del mundo.
 
 
NOTA: Este texto está tomado del libro de relatos ESPERANDO A LOS BÁRBAROS, de EMILIO DÍAZ ROLANDO, que acaba de publicar la editorial Akrón.
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