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MEMORIAS ERRÁTICAS

Andanzas de un verano suizo

Mi carrera cinematográfica se había truncado por mis desavenencias con Jan. Pero no era la única que había emprendido ni la única que iba a truncar. Basilea tenía una Escuela de Arte y celebraba una famosa Feria de Arte, y andaba por allí una gavilla de artistas y aprendices de ídem, algunos de los cuales solían caer por la casa de la Feldbergstrasse y territorios afines.

Mi carrera cinematográfica se había truncado por mis desavenencias con Jan. Pero no era la única que había emprendido ni la única que iba a truncar. Basilea tenía una Escuela de Arte y celebraba una famosa Feria de Arte, y andaba por allí una gavilla de artistas y aprendices de ídem, algunos de los cuales solían caer por la casa de la Feldbergstrasse y territorios afines.
Una calle de Lausana.
Para ganarme unos francos, había posado en algunas clases de la Escuela y en el estudio de Otto, un pintor que preparaba obra para la Feria. Él me dejaba emborronar algún lienzo y, creído de que tenía yo algún talento para las artes plásticas, me animaba a emprender ese camino. Quién sabe qué hubiera salido de ahí. El verano y los atractivos del aire libre, de los paseos en bici, y de los conciertos, se interpusieron.
 
En la Feldbergstrasse disponía de la casa para mí sola; sobre todo, de su jardín trasero y de la Musikzimmer. Allí nos encerrábamos muchas tardes Laurent, un compañero de estudios de Jim, y yo, y él a la guitarra y yo al piano hacíamos tropecientas mil variaciones sobre el mismo tema. Nos sonaban bien y no había quien pudiera quejarse. Jim y Laurent estudiaban agricultura tropical en Basilea, una especialidad que, por exótica e inútil que allí pareciera, tenía razón de ser: grandes fábricas como Nestlé empleaban a especialistas en aquella materia, para enviarlos a los países del trópico donde disponían de instalaciones.
 
Pero no me quedaría todo el verano en la ciudad. Dos amigas berlinesas iban de vacaciones al sur de Alemania, y allí me desplacé, a una casa en medio del campo y del bosque, amueblada al estilo japonés. Su dueño se dedicaba a dar clases de yoga y algún otro arte oriental, cosas que ya habían cobrado auge en tierras alemanas. Desde Lausana, Gerard, a quien había conocido en Ecuador, me invitó a ir a visitarle, y allí fui también, eso sí, en autostop, que los trenes suizos eran caros y el dinero no daba para tanto. Todavía se podía utilizar en Suiza, sin mucho riesgo, aquel procedimiento para viajar de gorra.
 
Era aquélla mi primera visita a la Suiza francófona, y no me pudo parecer más distinta a la alemana. Todo en Lausana, con sus edificios y sus mansiones de piedra grisácea a la orilla del lago, tenía una elegancia antigua, un viejo esplendor deslucido, un aire de nobleza venida a menos, que contrastaba con la pujanza colorista y pueblerina de Basilea. Gerard me llevó a la boda de su hermana, que se celebraba en una ermita solitaria, situada en lo alto de una colina. La gente iba de punta en blanco, salvo nosotros.
 
Detalle del cartel del Festival de Montreaux de Jazz de 1999.Claro que esa primera visión de la Suiza rica no era nada comparada con la que tendría en Ginebra. Pero antes, el verano mandaba, fue el festival de Nyon. Había dos festivales famosos en tierras helvéticas, uno era ése y otro el de Montreaux. Éste se dedicaba más al jazz, "esa mierda para intelectuales", que había dicho John Lennon. A mí, dijera lo que dijera Lennon, me gustaba el jazz, pero Montreaux era más selecto por el precio de la entrada, mientras que el de Nyon, más asequible, reunía a la manada festivalera habitual.
 
Y allí estaba, la manada. Ya entonces, los jóvenes europeos, que cada vez eran más viejos, habían descubierto los encantos de las músicas de cualquier parte del mundo que no fuera la suya. Y Nyon, aquel año, había apostado por la brasileña. Las sambas y demás ritmos del Brasil nunca me habían hecho gracia, por algún defecto mío, seguramente. Nada más entrar en el recinto del festival, encontré a la tribu moviéndose en trance con ellos.
 
En medio de aquel remolino estaba Jim. Él y sus amigos de Ginebra habían montado unas tiendas de campaña, más bien precarias, y se proponían hacerse el festival completo con esa infraestructura. Como nadie dormía a la misma hora, si es que alguien llegaba a dormir, había sitio de sobra, y me quedé con ellos. Fueron dos o tres días caóticos. Sólo recuerdo un concierto de percusión africana. Por suerte, había algo de variedad musical.
 
Desmontado el tenderete, y ya puesta en andanzas veraniegas, me fui a Ginebra, donde un amigo de Jim iba a dar una fiesta por todo lo alto. El paseo junto al lago, que resplandecía bajo el sol veraniego, era un escaparate de hoteles y comercios de lujo, flanqueado de yates y transitado por gentes de todas las razas, fuesen turistas de calidad o miembros de organismos internacionales que tenían allí su sede. El turismo, en gran medida japonés, acudía en masa a fotografiarse con el Jet d’ eau, símbolo de la ciudad, al fondo, y junto al Horloge fleuri del Jardín Inglés.
 
Pero no me sorprendió todo eso tanto como la mansión en la que vivía el amigo de Jim. Era una casona antigua, con un espacioso jardín, y el primero que acudió a la verja fue un gran danés, un perro del tamaño de un pony, que sólo nos dejó en paz cuando apareció el dueño de la casa. Bueno, el hijo de los dueños, pero que disponía para él solo de la planta baja de la mansión. Antes de que llegara la tropa a la fiesta me enseñaron uno de sus secretos. Alguien de la familia había montado, en el sótano, un túnel del terror. Entrabas y te salía una calavera de la pared, y más allá, un esqueleto, y un fantasma, y para rematar había un cuartito que parecía salido de un burdel. La última instalación estaba muy solicitada.
 
Ginebra, en fin, era una ciudad refinada, y yo, de gustos más plebeyos, regresé sin lamentarlo a Basilea. Una de las inquilinas de la casa de la Feldbergstrasse iba a marcharse con su novio al sur de Francia. Era una buena ocasión para acercarse a España, echar un vistazo, y luego ya se vería. Fue entonces cuando Jim me habló de un proyecto de viaje. Ese mismo otoño terminaría sus estudios, y era conveniente hacer, tras ellos, algunas prácticas. Estaba pensando en realizarlas en Nueva Zelanda, donde vivía un amigo suyo. ¿Me animaría a ir yo hasta allí?
 
 
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