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CÓMO ESTÁ EL PATIO

A ver si es que la sanidad no va a ser gratuita...

Los políticos llevan casi un siglo diciéndonos a los ciudadanos que son ellos los que deben encargarse de nuestra salud, porque en caso contrario la sanidad sería un servicio carísimo, sólo accesible a las clases pudientes.


	Los políticos llevan casi un siglo diciéndonos a los ciudadanos que son ellos los que deben encargarse de nuestra salud, porque en caso contrario la sanidad sería un servicio carísimo, sólo accesible a las clases pudientes.

De esta forma, y con el aplauso del respetable, todo hay que decirlo, decidieron incautarse de una parte de nuestra riqueza para poner en marcha un sistema público con el fin, decían, de hacer extensible a todos los ciudadanos, de forma igualitaria, el derecho a ver protegida su salud, a recibir tratamiento cuando ésta se quebranta y, si se tercia, al cambio de sexo.

El resultado es que el sistema público de salud es una ruina insondable que amenaza con acabar con las finanzas públicas, a cuyo monstruoso colapso han contribuido de forma más que notable las transferencias realizadas a las comunidades autónomas, en virtud de nuestro desastroso sistema territorial.

La sanidad pública, uno de los puntos irrenunciables del decálogo marxista, ha conseguido irse al carajo, que es precisamente lo que siempre ocurre cuando un conciliábulo de políticos se encarga de gestionar cualquier asunto común. El marxismo cuenta sus proyectos ideológicos por victorias, sólo que los trofeos hay siempre que buscarlos entre los cascotes y los cadáveres de los inocentes.

Hombre, con el desastre de la sanidad pública no hemos tenido todavía que lamentar pérdidas humanas –aunque vaya usted a saber si los recortes brutales que ya padecen los servicios autonómicos de salud no se han cobrado alguna cabeza–, pero es un argumento esencial para que la población en general, incluida la audiencia de La Noria, acabe sintiendo una gran repugnancia por nuestra clase política.

La sanidad pública ha sido tradicionalmente una "conquista irrenunciable" de la sociedad española, que graciosamente cedió al gobierno la capacidad de administrar la salud de los que pagamos impuestos. Como además se trata de un servicio universal, el embeleco ejerce su influyo sobre la pulsión igualitaria de los contribuyentes posmodernos, más pendientes de salir guapos en el gran álbum fotográfico de las sociedades solidarias que de administrar sus finanzas con la debida precaución.

Y llegamos a la característica primordial que define la esencia del sistema público de salud: su gratuidad. Porque, amigos, resulta que la sanidad pública es como la educación estatal: ¡gratis! En realidad nos cuesta un riñón en impuestos, cada vez más elevados a medida que la ruina avanza, lo que hace de este servicio un disparate carísimo que para colmo nos procura unas prestaciones francamente, perdón, quise decir realmente, muy mejorables; pero la gente de la calle sigue considerándose extraordinariamente afortunada por gozar de un servicio de salud pública "gratis total", que diría un ministro sociata.

Así pues, debemos invitar a los espectadores de La Noria y de las tardes de La Primera a que profundicen en su reflexión sobre la gratuidad del sistema estatal de previsión social y den respuesta a la paradoja que presenta ante nuestros ojos el desastre financiero de las cuentas sanitarias, agravado de forma muy intensa por la fragmentación del servicio en diecisiete franquicias, a cuál más insostenible.

El estado autonómico sólo tiene una virtud, y es la de haberse convertido en un ariete del progresismo para acabar con los dogmas socialdemócratas desde el interior de sus instituciones más señeras. Es lo que los viejos marxistas denominaban "agudización de las contradicciones del sistema". Toma contradicción: un invento superprogre como las comunidades autónomas pulverizando la clave de bóveda del edificio socialista contemporáneo: el sistema público de salud.

Cataluña está a punto de anestesiar a los que han de pasar por el quirófano con las obras completas de Jordi Pujol porque no le queda presupuesto para lidocaína, y las finanzas catalanas no son las que peor están. La prueba es que ya hay algún presidente autonómico que pide públicamente el pago de una cantidad simbólica cada vez que vayamos al médico o al hospital. No para solucionar el abismo financiero que se adivina bajo el edificio sanitario, que no hay quien tape, sino para disuadir a los usuarios de acudir a la sanidad salvo en casos extremos.

Como cunda el ejemplo, hasta es posible que algún político salga en televisión comunicando a la ciudadanía que, en contra del pensamiento común, la sanidad pública no es gratuita. Imaginen qué disgustazo se va a llevar la ministra Pajín.

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