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PANORÁMICAS

23-F: el bueno, el malo y el pringao

Según los mexicanos, los españoles hablamos muy alto y demasiado fuerte. Destrozamos los tímpanos y la sensibilidad de cualquiera con nuestros gritos y esos dos o tres tacos cada cuatro palabras. A lo que podríamos responder: "¡Coño, no te jode!".


	Según los mexicanos, los españoles hablamos muy alto y demasiado fuerte. Destrozamos los tímpanos y la sensibilidad de cualquiera con nuestros gritos y esos dos o tres tacos cada cuatro palabras. A lo que podríamos responder: "¡Coño, no te jode!".

Tuvo que ser un guardia civil irredento y cerril el que llevase la españolidad lingüística a su más pura expresión: "¡Se sienten, coño!", mientras empuñaba una pistola. Sólo superado por el exabrupto de don Juan Carlos, al fin y al cabo también militar español hasta las cachas, con su "¿Por qué no te callas?" (el coño va implícito).

El golpe de estado del 23 de febrero de 1981 fue un pseudoacontecimiento. Uno de tantos pronunciamientos con que los militares españoles se entretuvieron los dos siglos últimos a falta de cosas mejores a las que apuntar el fusil. Los que lo vivieron están decididos a matarnos ahora de aburrimiento contándonos sus batallitas y, lo que es peor, a ocultar con los fastos de la conmemoración, por un lado, y las mil y una teorías paranoicas, por el otro, la inmensa chapuza, el pantanoso cenagal que era aquel primer proyecto de España democrática postfranquista, en la que fascistas y comunistas, las dos fuerzas fácticas predominantes, se expendían mutuamente y a toda velocidad carnets de demócratas liberales de toda la vida.

Estaba destinado al fracaso aquel sainete golpista porque era imposible que cambiase decisivamente la corriente democrática y liberal, más o menos, en que se había embarcado este país. Y no es que me haya convertido a las miserias del historicismo, sino que todo era excesivamente cutre y chapucero. La historia de los levantamientos militares españoles no conseguiría ser un capítulo de la historia universal de la infamia de Borges. En todo caso, y gracias, una nota a pie de página de Bouvard y Pécuchet, los personajes de Flaubert reconocidos como dos de los más grandes idiotas de la literatura universal.

En correspondencia con el pseudoacontecimiento, 23-F es una pseudopelícula. Aunque su director la ha situado entre el esperpento de Valle Inclán y la tragedia de Shakespeare, su lugar natural se encuentra más cerca de la pedagogía simplista de El Libro Gordo de Petete y la hagiografía de sacristía de El florido pensil. Es decir, está más cerca de las previsibles series que realizan Televisión Española y Antena 3, que presuponen que el nivel estético y político del público español es mediocre y superficial. Quizá tengan razón, no lo niego. De lo que se trata, al parecer, es de regurgitar una vez más la mitología oficial y ortodoxa del 23-F para el gran público, de modo que quede consagrada para la memoria histórica orwelliana la verdad oficial, una verdad desfigurada por toneladas de botox y litros de perfume con aroma a mofeta.

Desde este punto de vista, el de ofrecer un modelo canónico en el que deben ser adoctrinados los jóvenes estudiantes de educación para la ciudadanía, la película es impecable: ni una sola arista que pueda perturbar el relato triangular del bueno (un rey apolíneo, entregado sin fisuras a a la causa democrática), el malo (Armada: un Juan Diego que debe de sufrir estreñimiento propone un general casi tan cobarde como ambicioso) y un pringao (Tejero, un teniente coronel de la Guardia Civil que cree en España con la fe del carbonero).

El modelo de thriller político de alta intensidad al borde del golpe de estado lo constituye en el cine clásico Siete días de mayo (1964), de John Frankenheimer, y en la televisión postmoderna la serie 24, sobre todo en sus dos primeras temporadas. En ellas era sustancial enmarcar el golpe de estado en un contexto que lo explicase y que en la cabeza sus protagonistas lo justificase. 23-F falla estrepitosamente como película porque no se muestra de una manera efectiva el conflicto social que llevó a unos hombres a arriesgar su carrera y sus vidas y a conducir el país al borde del abismo de la guerra civil. Porque desde el guión se tiene miedo, por ignorancia política o por falta de imaginación, o por ambas cosas, a introducir el vector de la confrontación ideológica en la disputa militar, más allá de los sobados clichés del "Todo por la Patria" y los juramentos cuartelarios "¡Por España, coño!". No se puede citar a Shakespeare como referencia y luego tener callados durante una hora y media a Suárez, Carrillo, González y Guerra. O convertir a Armada, sin duda el referente intelectual de un golpe a lo De Gaulle, un gallego con la astucia de un Yago y la doblez de un Ricardo III, en un advenedizo torpón y tembloroso.

El cine español ha perdido una oportunidad, otra, de hacer un auténtico esperpento shakespeareano con el trillado y mangoneado tema del 23-F. ¿Qué hubiesen hecho Valle o Shakespeare? Pues, por ejemplo, lo que hace poco imaginó a contracorriente Philip Roth en La conjura contra América, una ucronía en la que plantea como contrafáctico la victoria fascista de Charles Lindbergh en los Estados Unidos. Imaginen algo parecido para nuestro caso...

La historia es demasiado importante para dejársela a los historiadores. En este sentido, los cineastas españoles están demasiado preocupados por las miserias de la fidelidad histórica y están fracasando como profesionales a la hora de crear un imaginario colectivo poderoso. Como nos enseñó Bresson, el arte debe abandonar el naturalismo y encontrar la manera de introducir la abstracción en nuestras imágenes. A diferencia de un documental, una película sobre el 23-F se puede permitir todas las licencias que le dé la gana, porque es ficción, y de lo que debe tratar es de hacer emerger una interpretación poética, metafórica y abstracta de lo que allí ocurrió. No es verosímil que el Rey, por ejemplo, y sin caer en conspiraciones a lo Expediente X, salga sin un rasguño político y moral de su implicación en el golpe, a través de su relación con el general Armada. Como resulta bastante indecente que se presente a la clase política española –desde Suárez, al que ahora todos lloran con lágrimas de cocodrilo, después de haberlo devorado como caimanes, hasta González, pasando por Carrillo– más muda que Harpo Marx, cuando era un clamor que se estaba preparando un "golpe de estado constitucional", con el que estaba de acuerdo gran parte de la misma.

Un thriller político debe tener la forma de un enigma y una solución elegante. Sin embargo, 23-F trata torticeramente de ocultar el jeroglífico del díficil parto democrático de los setenta y ochenta aportando como única salida un cúmulo de medias verdades que finalmente constituyen la peor de las mentiras.

 

23-F (España, 2011, 97 minutos). Dirección: Chema de la Peña. Guión: Joaquín Andújar. Intérpretes: Paco Tous, Juan Diego, Fernando Cayo, Ginés García Millán, Luis Zahera, Lluís Marco.

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